A finales del año pasado tuve que dejar Instagram para cuidar de mi salud mental. Se había vuelto tan inmediato el gesto de mi mano hacia el teléfono, tan inconsciente y automático, que empezó a preocuparme la posibilidad de haber perdido el dominio de mí misma. Me había acostumbrado hasta tal punto a depender de él que a veces sentía una urgencia por encender la pantalla en momentos fuera de contexto, mientras meditaba en clase o conversaba, y sobre todo caminando en la calle. Solo al detener ese gesto voraz durante algunas semanas pude percatarme de que cada vez que respondía mensajes aguantaba la respiración, y que al volverse más superficial había estado aumentando la sensación de ansiedad que me llevó, definitivamente, a parar.
Fueron solo unas semanas, sin embargo me sirvieron para ver con cierta distancia una parte de nuestra vida que hemos normalizado hasta el punto de no poder vivir sin ella. Usamos el teléfono para despertarnos, pagar en las tiendas, hablar con nuestra gente más querida, entretenernos, y en el caso de muchas como yo, usamos el teléfono para trabajar. Aquella frase inocente que a mí servía en 2016 —«pues no tengas móvil si tanto te molesta»— hoy día ya no me hace sentido. No creo que se trate de rechazar los cambios, pero sí de asumirlos con conciencia de lo que ganamos y perdemos gracias a ellos.
Unos días atrás, dibujé en mi diario una lista con dos columnas. Eran los pros y contras de mantener abierta mi cuenta de Instagram de forma activa, de seguir usándola para compartir mi trabajo, que es la razón principal por la que la uso. Secretamente quería que ganasen los contras, quería darme el permiso de cerrar mi cuenta, de descansar de la proyección, de recuperar cierto resguardo que solo encuentro en la escritura dilatada de estos ensayos, donde me siento menos expuesta, aunque paradójicamente es aquí donde profundizo más y me esfuerzo en ser más sincera. Se siente muy distinto escribir en un espacio lento, donde la recepción de mi trabajo nunca es inmediata y donde el refuerzo positivo-negativo de los likes y las reacciones no es tan vital como en el acelerado universo de la red social. Mi analista me contaba hace poco el caso de un paciente que sentía tal subidón de adrenalina cuando sus posts eran likeados o recompartidos, que le había llegado a asustar que su estado de ánimo cotidiano dependiera de las reacciones de todas esas personas personas sin voz ni rostro, que son solo nicknames en la red. Aunque pensemos que lo tenemos muy superado, todo esto esconde una tremenda sombra. La validación externa está sucediendo en un mundo altamente individualista donde un gran porcentaje de nuestras interacciones suceden de forma virtual. Negar que nos afecta es ocultar el problema.
Hace un tiempo, en un momento que me sentía muy secuestrada en mi interior a causa de la ansiedad, recuerdo que le dije a E que prefería estar en Instagram que convivir con personas reales. Se lo dije como una confesión que me avergonzó entonces y que me avergüenza ahora, pero era real. El mundo de la red es de colores brillantes y cuando el ánimo está bajo, parece más fácil refugiarse en él y evadirse que asumir la tristeza y sentirla en el cuerpo. La trampa está en que esa imagen ideal siempre nos deja fuera. No es solo que la belleza y el éxito le estén pasando siempre a alguien más, sino que si cultivas aunque solo sea un poco de belleza y éxito tú también, siempre será insuficiente. Es aquí donde no me permito ser ingenua: las redes sociales son una herramienta capitalista y como tal están hechas para producir la sensación de insuficiencia que nos dirige hacia el consumo. Acepto esto. Lo acepto además con alegría porque he amado y amo conocer nuevos proyectos y formaciones en Instagram, así como amo que otras personas participen en mis propias creaciones. ¿Cómo vivir contenta en esta ambigüedad? Me lo pregunto todo el tiempo. ¿Alguien lo sabe?
La lista que redacté en mi diario no fue concluyente. Por cada contra que escribía, aparecía un pro igual de importante. Para «dejar de depender de la validación externa y el refuerzo instantáneo del ego», escribí «descubrir algunas de las fuentes más inspiradoras de mi vida». Para «recuperar mi tiempo de calidad para crear», «la posibilidad de conectar con mis amigas y gestar nuevos vínculos asombrosos alrededor del mundo». Para «dejar de pelear mentalmente cuando no me gusta algo o alguien que veo, o de sufrir con el dolor ajeno», una más: «los memes». La lista sigue abierta porque es un tema que no pretendo resolver hoy, quizá nunca.
Hubo un tiempo en mi vida en que era muy del todo o nada. Era intolerante, necesitaba tener la razón, estar del lado correcto siempre. Perdí muchas batallas y peleé algunas de más por cultivar esa actitud arrogante. En ese tiempo estoy segura de que hubiera dicho: a la mierda, me voy. O al contrario, hubiera redoblado el esfuerzo para estar presente, cultivando la misma actitud que me llevó hace muchos años a lastimarme a mí misma y perder mi cuerpo. Descubro con alegría que en este momento de mi vida ya no me interesa ser perfecta. Que me importa la coherencia interior y escuchar a la voz que canta mi camino, que es la misma que dice que mi salud completa está por encima de todo. Me imagino varios años atrás, gritando a los cuatro vientos las maldades de esta red social y me da risa. Prefiero guardarme la escenita y ser menos ingrata. Me recuerdo que los pros y los contras son igual de importantes. Y, puertas adentro, pienso de qué manera otros vínculos conflictivos se volvieron más suaves cuando entendí que la negociación era entre dos.
Escribo y escribo con la intención de llegar a este punto: el gran pro de participar de una red social como Instagram cuando eres una trabajadora creativa independiente, es precisamente, tener trabajo. Voy a decir, mejor, lo siguiente: no es solamente tener trabajo, podemos tener trabajo en cualquier otro lugar, sino cultivar, expandir nuestros trabajos creativos de forma apasionada.
Muchas veces me pregunto si me sentiría satisfecha solamente escribiendo, sin contacto con quienes están del otro lado, y me descubro una y otra vez, diciéndome que no. Para mí es importante el diálogo: con mis compañeras, con mis alumnas, con mis maestras. En ese compartir, mi sabiduría crece. Nunca podría haber enseñado algo que simplemente viniera en los libros. Mi trabajo procede de la Vida y sucede entre los vivos. Y aunque, como todo ser humano, necesite a veces silencio y otras veces cháchara, aunque me canse y me queje y me empeñe en sostener demasiado, espero nunca olvidar que una de las razones de hacer lo que hago es poder ver a otras mujeres compartiendo en espacios seguros lo que sienten y piensan sobre ser quienes son.
En las redes sociales este mensaje es muy rico de compartir. Pero —de nuevo la paradoja— quienes nos dedicamos a crear, compartir, enseñar, acompañar, cuidar de otrxs, quienes llevamos adelante nuestros trabajos de acompañamiento humano, a veces olvidamos que lo verdaderamente importante no es la red social, sino el momento del verdadero trabajo, ahí donde nos dedicamos a entender con mayor profundidad qué es lo que estamos haciendo y por qué.
Todas estas ideas iniciaron para mí con un enojo. Contraté los servicios de alguien que parece tener mucha autoridad sobre salud en Instagram, y me sentí descuidada. Veía sus stories a diario imaginando las razones por las que en lugar de cumplir con su parte del trato y responder los mensajes que me dejaba en visto, se la pasaba subiendo videos y fotos de cualquier otra cosa. Y ahí tuve un clic radicalmente importante para mi propio trabajo: ser una creadora de contenido no implica ser una buena profesional. Es más, un exceso de lo primero puede llevar a descuidar lo segundo. Por desgracia, también hay muchos, muchísimos más buenos profesionales para quienes la comunicación no es una prioridad, y que nunca llegan a ver cómo su proyectos despegan. Los fuegos artificiales siempre son más sexys que arremangarse y meterse en el barro, y lo sabemos.
Comparto estas reflexiones aquí porque muchas personas que me leen tienen servicios digitales y estoy segura de que se hacen las mismas preguntas: ¿cómo podemos cuidar nuestra profesión cuando la comunicación nos toma tanto tiempo y energía? ¿Cómo practicar nuestras labores con ética y humildad, sin caer en el lenguaje soberbio e hiperindividualista de las redes, y al mismo tiempo seguir teniendo clientas a quienes —por supuesto— también les atraen más los fuegos artificiales que recibir un mensaje transparente sobre lo que hacemos? Quizá es tirar piedras en mi propio tejado, pero voy a hacerlo igual: ningún servicio, ni taller, ni producto, ni persona al otro lado de la pantalla, tiene la verdad sobre aquello que te aflige. Nadie sabe realmente que lo que te está ofreciendo funcionará para ti, aunque las redes están plagadas de mensaje como este. ¿De qué depende, en realidad? Para mí, de asumirnos de una forma más humana, tanto quienes damos como quienes recibimos. Ni yo tengo la potestad de transformarte por dentro, ni tú necesitas que yo lo haga. Es en el contacto entre lo que alguien nos entrega y nuestro deseo de vivirlo y experimentarlo por completo que se encuentra la posibilidad de encuentro entre quienes crean y quienes consumen.
Como creadora en el universo digital, como acompañante de procesos humanos en los que a menudo mis alumnas y acompañadas se descubren sintiendo vacío, dolor, que siempre hay algo que les falta, me encantaría poder decirle al otre que yo puedo salvarle. Pero, seré honesta: no puedo. Y eso me deja en paz conmigo misma y con mi lugar en el mundo.
Ya han pasado unas semanas desde que volví a usar las redes «con normalidad». Quiero decir, todos los días entro en Instagram, en Telegram, respondo —aunque siempre con retraso— mensajes en whatsapp y muy cada tanto reviso y respondo mails que requieren una lentitud distinta. Tengo a mi testigo interior muy atento a los momentos en los que vuelvo a perder el control, como cuando voy al teléfono con la idea de hacer algo y media hora después me descubro scrolleando y habiendo olvidado por completo lo que era. Negocio conmigo y sigo planteándome formas sanas de participar de la vida social digital que también me interesa, sin volver al hospital con ataques de pánico y el cerebro en cortocircuito. Ahí voy. Me prometí a mí misma no volver a responder un mensaje solo por cumplir, complacer, o atentando contra mi propia salud, y me responsabilizaré de las consecuencias que pueda traerme este gesto de cuidado de mi Vida. Y si algo he percibido desde que volví es que otra vez mi estado de ánimo fluctúa de acuerdo a lo que veo en las redes, y que mucho de este tiempo que me había prometido a mí misma para dedicarlo a escribir, de pronto se ha esfumado. Somos seres con una energía, tiempo y entusiasmos limitados, y cuidar en qué los invertimos es una responsabilidad que nadie nos adelantó que tendríamos que tomar. Por eso día a día trato de reubicarme en mi deseo real, y de recordarme que las concesiones que estoy haciendo tienen un propósito. También suelo recordarme que si estoy aburrida, en lugar de ver stories hasta dejarme la cabeza como un bombo, puedo salir a montar en bicicleta o acariciar a Juanita en silencio, o leer —lo cuál, por cierto, también hago mucho más desde que implanté el autodominio digital—.
No somos infinitas. Ese es el mensaje. Después de todo, pronto volverá a haber otro reemplazo digital como el que vivimos con Facebook, y antes con Messenger y MySpace, y quizá nuestra generación ya no entienda tan bien de qué se trata lo siguiente, o nuestros cerebros no admitan tanta velocidad. Cuando la etapa de ser una creadora de contenido se termine, quiero poder considerarme a mí misma una buena profesional en lo que hago, y esto dependerá de la insistencia que haya podido darle a mi práctica, a mi presencia honesta en la vida de las personas que acompaño y a mi conocimiento encarnado, y no al número de seguidores ni likes que deje atrás.
¿Mi culto? A mi profesión, y no a mi personalidad, a quien quiero seguir sintiendo humana, libre, y siempre en pleno cambio. Ni una ni otra son materia de espectáculo, y quiero cuidar eso más que nunca. Y lo mismo quiero ver hacia fuera, en quienes admiro.
Por último, hace unos días escuchaba a
decir que su lenguaje era el de los blogs. Como ella, yo también sigo creyendo en que los textos cambian nuestras vidas y que la comunidad más hermosa que he tenido nunca nació de los ensayos y cartas que he estado escribiendo en diferentes plataformas durante más de 15 años. Al menos por ahora, en esta escritura lenta y dialogante tengo puesto mi corazón.(Todas las fotos las tomé de Pinterest. No tenían créditos de autoría.)
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes seguir aprendiendo sobre todas estas cosas en mi laboratorio del alma.
WOW la piel de gallina me has dejado Miranda. Admiro tu apertura y honestidad a la hora de hablar de todo esto. Con cada palabra y cada frase me he sentido identificada, por momentos he dudado si yo había escrito esto ajajjajajaj. Hace unos meses mi burnout con Instagram (red social con la que particularmente me pasa todo lo que comentas en el post) me llevo al punto de cerrar mi cuenta profesional como marca personal, esa que me llevaba a comunicar y vender mis servicios de mentoría. Necesitaba un reset y volví a la escritura y el pódcast que son mi lenguaje. Lo del postureo y tener que mostrar solo lo que "persuade" es algo que me limita y me hace sentirme incompleta o falsa, solo con el fin de vender. He vuelto a usar esta red social, pero ya no como red principal, deseo, profundidad, humanidad, realidad, conexión genuina y la verdad, siento que esa red social limita todo eso y nos extrapola a lo superficial. Es solo mi sentir. Gracias por compartirte como lo has hecho ¡Lo ame!
Mari, gracias por este respiro, siempre es una morada leerte. Abrazo y buena vibra. J