Una de las últimas tardes que estuvimos en El desastre, compré Daybook, el diario de artista de Anne Truitt. No la conocía. Me llevé el libro porque colecciono diarios escritos por mujeres. Sobre todo compro aquellos que tienden a descatalogarse rápido, ya sea porque las editoriales que los publican son chiquitas o sus autoras desconocidas. Un diario de artista siempre es una buena adquisición; pocas cosas hay que disfrute más que asistir de cerca a los procesos creativos de otras personas. Unos días más tarde empecé a subrayarlo, un gesto sin el cual la lectura que dialoga con mi trabajo, por decirlo de alguna manera, no llega a satisfacerme del todo. Ya en las primeras páginas me enamoré de una idea: Anne Truitt reconoce que aunque ha sido escrupulosa a la hora de integrar todas las áreas de su vida, había evitado confrontarse con la artista que vive en ella. Dice: «Esa angustia me abrumó hasta que una mañana, temprano y sin demasiada ceremonia, pensé que podía simplemente registrar mi vida durante un año y ver que ocurría (…). La única limitación que me impuse fue dejar hablar a la artista. Tenía la esperanza de que si lo hacía con honestidad descubriría cómo verme a mí misma desde una perspectiva que me haría completa ante mis propios ojos.»
Es de noche cuando empiezo a escribir estas notas. Un domingo de finales de otoño, en la Ciudad de México. Escribo sentada en mi escritorio y del otro lado de la ventana solo veo una habitación prendida y los rastros de la luz lunar sobre las hojas del árbol de siempre. Antes de escribir, pinto un rato. Utilizo colores brillantes e infantiles y esa elección me hace feliz. Lavo los platos, organizo la cocina, me pongo el pijama y abro el libro de Truitt que está sobre la mesa. Lo que quiero hacer en estas notas de obra viva es un diario de artista como el que ella hizo. Convertir este espacio cerrado en un lugar para registrar los procesos creativos, elaborar las reflexiones que van emergiendo a medida que avanzo y dejarla hablar a ella.
He recuperado un cuaderno al que originalmente, tres o cuatro años atrás, había titulado con el nombre de este espacio: Obra viva. Lo dediqué a reflexionar sobre lo que pasa dentro de los talleres de arte y autoconocimiento que solía compartir, o los de escritura autobiográfica que todavía comparto. Más o menos a la mitad, el cuaderno enmudece. Parece que la artista-tallerista interior había dicho lo suficiente y la libreta blanca con un dibujo naranja y azul en la portada fue a parar a la caja en la que guardo todos mis demás diarios. Reutilicé el título hace año y medio para nombrar a la carpeta de Notion donde voy dejando anotaciones sobre los manuscritos en los que estoy trabajando. No son muchos: el más elaborado ha pasado a la instancia de tener su propia carpeta de notas, y los demás evolucionan muy poco a poco, con algunos picos de interés a lo largo del año que a lo sumo suelen durarme un par de semanas. Pero es una carpeta utilísima porque va dejando rastro de cómo se construye una obra, que es —lo confieso— mi parte favorita de crear.
No sé por qué el concepto de obra viva insiste. Titulé este diario así en un impulso. Creo que lo que perdura es la sensación de que una escritura viva es medio animal y está hecha de múltiples lenguajes. Cuando no puedo expresar una idea, trato de dibujarla. Para eso necesito las manos, el teléfono no me basta. Algo así. Algo que me devuelve a la viveza alegre y tormentosa de la creación. Lo iré descubriendo a medida que esto tome aliento.
Una nota del cuaderno Obra viva:
«El orden de la escritura es o debería ser este: primero, el desborde, la palpación de la fuente. ¿Es lo suficientemente caudalosa? Entonces la investigación, la lectura, el pensamiento ordenador. Por último, la escritura legible, literaria. Es esa última instancia se revela la forma de un texto. Hasta ese momento el texto es una cosa que no es texto aún, un cuerpo a pedazos enorme como un paisaje azul que necesita de la mano divina que nombra y organiza el sentido para nacer.»
Ningún libro se escribe igual a otro. En el manuscrito más avanzado, el que ya tiene una carpeta propia e incluso tiene una madrina que camina conmigo mientras lo escribo, la cosa fue así: primero palpar el caudal y desbordarme de notas, y solo después empezar a explorar una forma que pudiera dar cuenta de lo que deseaba contar. La primera fase fue riquísima pero agotadora. Cada cosa que veía o leía me remitía a esa fuente y la nutría. Tomaba notas a todas horas. Estaba rabiosa, en verdad, enojada conmigo y el estado de las cosas. Pero sabía que debía usar la rabia como motor creativo y no como motivo de escritura. Estuve varias semanas en la pura labor de ordenar notas, preparar índices, echarme atrás, leer y leer, seguir tomando notas. Solo después boceté un primer capítulo. Surgió mientras hacía otra cosa, como suele suceder: basta sentarse al escritorio para que no pase nada. Pero, ah, si estás leyendo a Marguerite Duras, completamente tomada por su extraña profundidad —lo siento, todavía no he logrado encontrar las palabras que describan lo que me hace sentir— y de pronto sientes el impulso de ese otro texto que tu alma escribe a todas horas en segundo plano en tu cabeza, ahí tienes que pasar la página del cuadernito de notas y empezar a escribir. No me gustó aquella primera versión, pero al menos había un comienzo. Algo, donde antes solo había un papel vacío.
Ningún libro se escribe igual a otro, decía, pero me fui por otro lado. Empezar un manuscrito a veces me sabe como conocer a una persona nueva. ¿Seremos ordenadas en nuestro vínculo, corteses la una con la otra? ¿Respetaremos nuestros tiempos? ¿O seremos apasionadas, intensas, nos desgarraremos, lloraremos juntas, bailaremos entre el amor y la extenuación? ¿Habrá verdadera química o es solo un flechazo momentáneo? ¿Amo a este proyecto tanto como para ___________? Para escribir todo el fin de semana, posponer reuniones con amigas, sostener la incomodidad de no saber qué viene después, pedir ayuda a los dioses y a las maestras, estar huraña, estar insoportable, pasar horas relamiéndome con la idea de sentarme por fin a escribir y después no lograr extraer ni una gota, entrar en el túnel febril de la creación, sentir escalofríos, perder de vista sueños y proyectos y personas. Sobre todo esto último, saber que escribir un libro también implica romper con otras, dejar marchar y despedirse.
Ya no me da vergüenza decir que soy escritora. Lo único que siento que ha cambiado es que antes posponía escribir por hacer cualquier otra cosa y ahora pospongo cualquier otra cosa por escribir.
Audios con C. un jueves por la tarde. Hablamos de nuestros manuscritos en proceso. Ella está trabajando en algo desde hace 6 años y me cuenta que ha tenido que respetar «su tiempo corporal» para poder retomar la escritura. Entiendo perfectamente a qué se refiere porque la conozco, pero también porque lo veo todo el tiempo en las escritoras que nos afanamos en hacer de la vida materia de escritura. Cuando una herida duele es difícil amasarla para que se convierta en palabras claras. Mientras sucede la crisis, solo podemos balbucear. Me acuerdo ahora de algo que leí en En las manos, el paraíso quema, de Pol Guasch. Dice que contar una vida ordenada es decir una mentira, porque el caos es inevitable al vivir. Estoy de acuerdo pero, como escritora, quiero ordenar. Eso me da placer, satisfacción. También me trae paz. Toda escritura es mentira, me repito, porque caer en la tentación de pensar lo contrario es peligroso. Si tiene que haber una escritura cierta, es la corporal, como dice C. La primera escritura, la que se vomita en el culmen del dolor. Todo lo que hacemos después es crear orden, hacer legible, pensar en las que estarán al otro lado recibiéndonos. Preparar un altar de palabras para esas otras a quienes tal vez nunca lleguemos a conocer.
Antes de desconectarme, le envío a C. una foto desde fuera de mi casa. Todas las ventanas de mi edificio están apagadas, salvo la mía, que queda justo en el centro. Texteo: «la escritora con su luz de flexo, escribiendo», lo cual es de por sí mentira, porque la escritora, que soy yo, está en la calle, retratando un momento precioso que en realidad es una ficción. Pero creo que no importa. Representa lo que quiero decir, aunque mienta. La literatura siempre hace eso. Esa es la trampa y el regalo.
He descubierto un nuevo lugar donde ir a escribir. Es una cafetería dentro de una antigua fábrica de hilos y textiles, uno de los primeros espacios en gentrificarse dentro de una colonia todavía popular. Pero me encanta ir allí. Hay un ambiente creativo, una lista de reproducción tranquila, café fuerte y un pan de almendras delicioso. Siempre elijo una de las sillas del fondo. Quiero aislarme en la pantalla, pero rodeada de gente ensimismada como yo.
Hacía muchos años que no me vestía para ir a escribir. Quiero decir, que no elegía una ropa y un peinado determinados, que no me pintaba los labios para ir al encuentro con esa artista a la que ahora trato de dar voz en este diario. La última vez vivía en Lavapiés, otro barrio popular que se estaba gentrificando, esta vez en Madrid. Estudiaba una maestría en Estudios Literarios en la universidad. Solía ponerme un pantalón negro cruzado que me encantaba y una camiseta de canalé blanco con cuello de pico, unas botas con plataforma y los labios pintados de rojo ladrillo. Era mi personaje para ir a escribir a un café cerca de mi casa de entonces y que ya no existe. He olvidado su nombre, pero todavía puedo verlo por dentro a la perfección. Esra blanco, cálido, con pequeñas sillas de madera. Elegía, también, la mesa del fondo, junto a un ventanal que daba a la calle. ¿Qué cosas escribía entonces? Cartas, cuentos, muchos trabajos de investigación, un incipiente instagram que por entonces empezaba a ser una red social conocida. Escribía emulando a Siri Hustvedt, sobre quien después hice mi tesis. Escribía, más que nada, sobre quién era y quién quería ser.
Me pregunto si volver a vestirme de escritora despierta preguntas similares a las que me hacía entonces, o si éstas son completamente nuevas. Veo un hilo conector entre las dos figuras. Con casi diez años de diferencia, la escritora de hoy podría ser la hermana mayor de la de ayer, aunque sé que es lo contrario. Quizá he aprendido algunas cosas sobre la vida y la escritura en el tiempo que nos separa, de seguro hoy soy cronológicamente más mayor, pero ella es la antigua sabia y no yo. Quisiera rememorarla más de cerca, reconocerla, saber qué le importaba. Verla caminar por la ciudad, llena de amores. ¿Es por eso que me visto para ir a su encuentro? Su encuentro en el papel, quiero decir, como un personaje más, que existe y no, que no soy y que todavía sigo siendo.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos de autoconocimiento y escritura para hacer alma en esta página.
"Ella es la antigua sabía y no yo" me ha resonado muchísimo esta frase.
Tengo la sensación como que hasta los 30 o así el motor para vivir, experimentar, explorar, es tu cuerpo, tu intuición. Luego pasa el tiempo rosas los 40 te llenas de conocimiento pero tengo es misma sensación de que esa chica de hace 10 años atrás era más sabía, porque ahora te ves paralizada, atrofiada, como que te has desconecto de esa sabiduría corporal, más visceral, igual es porque es una etapa de parar para ordenar e integrar esa nueva yo con todo lo aprendido y vivido y darle cabida a tu esencia que parece que a rinconas sin saber mucho porque sucede eso.
Justo he empezado a leer "Los frutos de la virginidad" de Marion Woodman y me ha venido esa imagen de transformación de la oruga que pasa a ser una mariposa, igual estos años es una época de nutrirse de "parar de alguna forma" para dejar ser para ser...
Bueno estoy divagando sin saber muy bien donde quiero llegar, pero dejo por aquí mis palabras que van río a bajo como un caudal sin orden.
Gracias por abrir ríos❤️