Cuando me mudé a esta nueva casa traje conmigo una enorme estantería amarilla que había heredado de los dueños de mi piso anterior. El color original era una especie de naranja deslavado, muy bonito pero avejentado después de quién sabe cuántos años de dar espacio a las bibliotecas, velas y figuritas de otras familias. Fuimos a la Comex a comprar un color similar pero cuando empezamos a pintarlo nos dimos cuenta de que nos había fallado la intuición y así el librero naranja se convirtió en amarillo. Era la primera vez que iba a vivir sola y ese mueble que llegó como regalo se convirtió pronto en un símbolo de algo por venir. Al fin y al cabo, había sido el exceso de frascos y libros lo que me había acabado dando la idea genial de que ya estaba preparada para dar el gran salto. Recuerdo mirar aquel mueble enamorada cuando terminamos de pintarlo y lo adosamos con tornillos anti-sismos a la pared de aquella primera casa. Era por fin adulta y adulta significaba un lugar fijo donde ubicar mis libros.
A partir de entonces mi biblioteca empezó a crecer. Por un tiempo decidí no tener ningún tipo de control sobre mis elecciones, y simplemente dejaba que libros que deseaba por un solo instante vinieran conmigo. Al fin y al cabo, una biblioteca extensa formaba parte de mi proyecto de madurez y quería comenzar con ello cuanto antes.
Lo que pasó a continuación fue inevitable: los libros se empezaron a desbordar de sus estantes y así llegó un segundo librero. Este también fue un regalo: lo había encontrado en la calle y un par de chicos jóvenes del taller mecánico de al lado me habían ayudado a traerlo a la casa, donde lo restauraría. Agredecí a los chavales por traerlo hasta mi puerta y acto seguido vertí lejía sobre los estantes porque conocía el ingenio de las chinches para vivir en los resquicios de las cosas viejas. Pero no funcionó.
A mitad de la noche me desperté con el cuerpo lleno de picotazos y una línea de insectos del librero hasta mi cama. Llamamos al exterminador cuatro días después de haber probado cada aceite esencial y consejo de internet y de haber rastreado cada línea del colchón con lupa en busca de los cuerpos redondos y explotados de sangre. Por aquella época andaba leyendo Primavera silenciosa, como una premonición. Un hombre con escafandra roció con DDT toda la casa mientras una Juanita recién nacida, Emmanuel y yo esperábamos en la azotea. En el suelo rojo continuaba leyendo a Carson, mientras trataba de asumir la responsabilidad de ser una mujer que vive sola, una mujer torpe y optimista que inunda de plagas su casa. Aquella no fue la primera, después Juanita se llenó de parásitos reptadores que salían todavía vivos de su cuerpo. Pero esa es otra historia.
Cuando nos mudamos al piso de enfrente, el librero amarillo, símbolo de mi primera libertad, quedó en el salón, y el librero chinchudo, ya limpio, en el estudio. Entonces inició la parte más difícil: ordenar los libros.
Tenía, por un lado, una cantidad considerable de literatura autobiográfica escrita por mujeres. Estaban los ensayos de Adrienne Rich, que tenían dentro hojitas que había recolectado en mi viaje a Cuernavaca, los fragmentos de Gornick, que hasta había olvidado haber comprado, Refugio y Cuando las mujeres fueron pájaros subrayados a no poder más, libros sin empezar de Cristina Rivera Garza, algunos de la colección Vindictas, compartida con Carla, poemas de de Maricela Guerrero y toda una parte dedicada a las autoras negras llegadas después de haber leído obsesivamente a Audre Lorde y que habían despertado en mí un deseo irrefrenable de hacer de la vida algo con sentido político además de estético.
Había también algo de ficción —Harry Potter, Liz Gilbert y las primeras novelas de Outlander—, algo de teoría crítica feminista y algunos amores antiguos traídos de mi biblioteca española, Mircea Eliade y Herzog. Y después todo un grupo de libros inclasificable que iba de la herbolaria a la alquimia, pasando por la medicina vibracional, la psicología de la sombra, diversas corrientes espirituales y muchos etcéteras. Aquella era mi librería secreta y, debo confesar, libros sumamente valiosos para mí pues me habían acompañado a través del dolor, la ansiedad, las preguntas existenciales. Estos eran libros que proponían una estructura diferente para la realidad y que generaban en mí algo similar a lo que me sucedía de niña leyendo las grandes sagas de magos y brujas: una excitación, un reconocimiento de que detrás de todo aquello había una posibilidad de asombro que yo podía tocar. Una certeza, también, de que podía recuperar el dominio del bienestar en mi cuerpo y en mi mente, si realmente me ocupaba de ello.
Derivé todos esos libros al estudio mientras me iban acompañando a descubrir una parte de mí que necesariamente tenía que comenzar cuestionándoselo todo. ¿Es la mente el centro de la vida? ¿Qué significa escribir realmente, para qué podría servir el lenguaje además de para contarnos cosas? ¿Qué lugar ocupa el viaje interior en mi mundo, abierta y auténticamente? ¿Por qué nunca me siento del todo bien? Y por supuesto: ¿Por qué toda esta sabiduría está escondida detrás de terribles portadas new age o cursis que deslegitiman desde el primer vistazo lo que llevan dentro?
En resumen, la cosa quedó así: una balda para la herbolaria, los hongos y las esencias florales; otra para el viaje de la psique femenina; una más para el universo de los sueños y otros ensayos variados sobre la naturaleza de la conciencia; el resto de baldas lo ocuparon mis manuales de Resonance Repatterning y diversos frasquitos con pócimas florales, diapasones, etcétera. Arriba del todo, un altar esencial formado por tarots, oráculos y aceites.
Cuando terminé la gran obra me sentí orgullosa. El nuevo orden de mis estanterías le daba lugar —uno privilegiado además, junto a mí, todo el tiempo, en mi estudio— a mi anhelo siempre presente de incorporar la medicina, la espiritualidad y el autoconocimiento en la idea de identidad que tenía de mí misma. A asumirlo como algo real, y no solo el flirteo de toda la vida. Acaricié los lomos de los libros de herbolaria, de mis cuadernos de apuntes, y me acordé de lo difícil que había sido aceptar que tal vez yo también quería saber esas cosas y usarlas y hablar de ellas como si fueran algo normal y cotidiano.
Con el paso del tiempo la separación temática de me ha llevado a pensar con mayor profundidad en la división interna que siempre he sentido dentro de mí. Es más grande y compleja que pensar la literatura por un lado y la medicina por otro. Mientras estaba en España, lejos de mis dos estanterías, me di cuenta de que quizás tenía que ver con la separación interna entre intelecto y espiritualidad, que en mi universo particular tiene mucho que ver con entenderme mujer dentro de ambos mundos y aceptar las ambivalencias y fricciones que esto pueda traerme.
De un lado, todas estas narraciones literarias en primera persona fundaron y significan para mí una conciencia enorme de ser una mujer que escribe en un territorio vedado por tradición. Mi librero amarillo es un librero feminista porque solo con mirarlo cualquier mujer que desea escribir puede decirse a sí misma: si esto existe, yo también puedo hacerlo. Es un librero que le dice dulcemente a la Úrsula K. Leguin de «la palabra escritora no existe» que el tiempo ha pasado y que cada vez somos más. Cada libro en estas baldas es una apuesta política por la voz y la existencia de las mujeres. Una apuesta intelectual también, por la naturaleza de mi trabajo investigando y produciendo conocimiento.
El otro librero, en cambio, me habla de una espiritualidad donde la rigidez del intelectualismo se convierte más que nada en un obstáculo para creer. Y ahí es donde capa a capa este librero me va ayudando a desprenderme del peso de la verdad absoluta y de la idea de que el conocimiento es el centro de la vida. Durante muchos años he vivido en ese pequeño espacio de la realidad, apartando la emoción y la intuición como mosquitas molestas. Pero como dicen en México, cuando te toca, ni aunque te apartes. La forma en la que experimento mi cuerpo y mis emociones ha sido siempre fundamentalmente incómoda y eso me ha obligado a mirar de cerca lo que hay para mí. El segundo librero, el secreto, no empezó por curiosa, sino por necesidad. Con el tiempo voy asegurando posiciones dentro de la vivencia interior, y poco a poco la obsesión se va haciendo menos urgente y más disfrutable.
La certeza interior de que tengo por delante una larga y bonita labor de integración de ese conocimiento intelectual, político y feminista con la experiencia más directa de sentir y ser una mujer en el mundo, me parece cada vez más insoslayable. Para mí ya no es una opción elegir entre la vida material y la espiritual, y hablo aquí de formas muy personales de vivir ambas cosas.
Cuando dejé de encontrar en los feminismos el puente que une la teoría con la vida, me sentí sola. Entonces busqué profundo y encontré a Jacqui Alexander a, a Gloria (mi Gloria) Anzaldúa, a Clarissa Pinkola Estés, Marion Woodman y a otras mujeres que antes que yo necesitaron el mismo vaso comunicante y lo exploraron en sus obras. De pronto la sensación de estar siempre partida a la mitad, se aliviaba un poco.
Estos son los libros que todavía me causan problemas para ser colocados. Rebeldes, piden que llegue a esta casa una nueva estantería y que la ubique ya no en el salón o en el estudio, sino en el pasillo, en ese lugar entre medias (un Nepantla particular) desde donde poder ser literatura y medicina al mismo tiempo.