El derecho a la primera persona
Dejemos de darnos el lujo de ser escritoras que se esconden de sí mismas
Hay algo epistemológico en la narración. Es la forma en que nos conocemos mutuamente, la forma en que nos conocemos a nosotrxs mismxs. Es la forma en que conocemos el mundo. Es también la forma en que no conocemos: la forma en la que el mundo se mantiene alejado de nosotrxs, la forma en que nosotrxs nos mantenemos alejadxs del conocimiento de nosotrxs mismxs, la forma en que nos impedimos entender a otrxs.
Andrea Barrett, Crónicas de la escritora
Pasé la mayoría de mis veintes emulando ser alguien más en mi escritura. Me parecía que hablar honestamente de mi vida real no entrañaba interés alguno, al contrario, que era vulgar y aburrido, porque yo, como las personas de mi edad, no hacía mucho más que estudiar, emborracharme, tratar de buscar trabajo, enamorarme y cagarla, pasar frío sentada en la calle con mis amigas, hacer algunos viajes, soñar y soñar. ¿Qué podría haber de interesante en hablar sobre todas esas noches de reguetón, pérdida de consciencia y cuerpos-soledad, para a la mañana siguiente ser la divina alumna que por la tarde llega puntual a su trabajo en la tienda de ropa del centro?
Por entonces escribía verborrágicamente en mi diario, como lo sigo haciendo ahora, con la única diferencia de que guardaba el secreto y me esforzaba por demostrar que lo que a mí me interesaba realmente era escribir “cosas serias” como artículos, papers, investigaciones, incluso, algún día, novelas. Vivía sobre una brecha cada vez más grande. En una orilla, el deseo de entender mi mundo interior y todo lo que pasaba a través de él, la psicología propia y la de quienes amaba, los anhelos constantes de construir una identidad libre y creativa. En el otro extremo estaba el dictado externo pidiéndome que cada texto fuera lo suficientemente intelectual y lúcido, pero también atrevido y divertido, como para ser digno de la «mujer promesa» en la que supuestamente tenía que convertirme. Ante la posibilidad de ser la gran corresponsal de un periódico o una estupenda novelista que pactara haber dejado perfectamente afuera del relato su mundo cotidiano, lo otro, lo íntimo, sonaba siempre demasiado egocéntrico y melodramático. Quienes quisimos ser escritoras alguna vez sabemos que estas son dos palabras prohibidas si eres una mujer que quiere hacer una carrera dentro de la literatura, aunque probablemente —y no importa qué tan serio sea tu trabajo— las verás nombradas alguna vez para hablar de tu escritura, si no es por otres, al menos, con toda seguridad, por ti misma.
Ahora tengo 34 años. Todavía soy joven. Como muchas otras escritoras, a veces miro en la contraportada la edad de las autoras que admiro, qué edad tenían cuando publicaron los libros que representan aquello que yo hubiera querido hacer. A medida que envejezco, sus edades se acercan peligrosamente a la mía, y si son de mi generación a veces descubro asombrada que algunas de ellas pasaron por alto el miedo a hablar de la banalidad de nuestras vidas de treintañeras reales. El trabajo digital, la salud mental, las relaciones complejas con amantes y amigas, las adicciones que vivimos y lo que hicimos para salir (o seguir) en ellas, etc, empiezan a aparecer en esos textos tal y como yo quisiera haberlo hecho: con la tranquilidad de sentirse con el derecho a esa primera persona que siempre me pareció un lugar inconquistable.
Todavía soy joven, decía, pero no tanto como para seguir engañándome. Siempre tengo en la cabeza aquella frase de Audre Lorde que decía algo así como que las mujeres no podemos darnos el lujo de seguir escondiéndonos de nosotras mismas. Tenía razón: no podemos darnos ese lujo. Me pregunto qué quería decir Lorde, y aunque nunca podré estar segura, me gusta pensar que ella sabía algo que yo he tenido que descubrir a golpe de anhelo y frustración: que escribir desde el deber ser, callando esa verdad íntima que nos parece casi siempre irrelevante y ocultándonos tras el lenguaje académico y «objetivo», no llenará ese vacío que sentimos por dentro y que sospechamos desde niñas que la escritura o cualquier otro tipo de creación podrá llenar. También creo que quiere decirnos que nos ocupemos de escribir con nuestro sentir por delante. Me imagino que nos lo dice sin reproches, porque ella también dudó de ser capaz de hacerlo.
He recibido unas cuantas críticas por escribir en primera persona durante mi vida. Empezaron muy joven, cuando en el colegio entregaba ensayos personales cuando el ejercicio especificaba que debían ser argumentativos, o cuando terminaba castigada por escaparme y me pedían escribir redacciones serias que yo siempre convertía en cuentos interlocutados con un tú al que todavía no imaginaba que algún día le escribiría tantas cartas. Cuando publiqué mi primer libro, un fanzine con textos de viaje, mis padres me dijeron que para cuándo el best-seller. Sé que me entristecí porque en el fondo no entendían nada de lo que había escrito. Después salí con alguien que consideraba mi escritura puramente terapéutica y perversamente me lo hacía saber. En la presentación de mi tesis de maestría, la mayor crítica a mi trabajo —por el que una docente mujer que sí había leído el libro del que hablaba me felicitó y sugirió continuar mi carrera por ahí, por cierto— fue que el lenguaje era demasiado personal. «Demasiado personal», el san benito de las escritoras.
Para las mujeres creadoras, la primera persona no es un derecho de nacimiento, sino una conquista que tendremos que hacer a lo largo de nuestras carreras. Lo veo a diario en mis alumnas, pero también en todo tipo de mujeres profesionales cuyas creaciones buscan tener una identidad propia que desea cuestionar, aunque sea un milímetro, el paradigma dominante de quién puede decir según qué cosas.
Es más, hablar de la vida de las mujeres siempre ha sido un territorio masculino. Como resultado de todas las historias que otres inventaron sobre qué significaba vivirse-en-mujer, hay tantos estereotipos que con ahínco deseamos llenar, pues representan a los únicos modelos sociales que conocemos de lo que significa ser exitosas. Parece que esa fuera la única manera, así que buscamos temas de los que escribir que sean lo «suficientemente interesantes» para encajar en el referente y llenar el molde, aunque no sea lo que nuestro corazón nos pide.
Leyendo a Melissa Febos en Body Work, me interesan las ideas que ella presenta sobre el arte de la memoria como género político y sobre el condicionamiento social que nos impide considerar que nuestras historias importan. Las mujeres huimos de la autoindulgencia en nuestros textos, de la intensidad, de la emocionalidad, y por ende, huyendo de eso, deslegitimamos muchas de las cosas de las que en realidad deseamos desesperadamente hablar porque afectan nuestras vidas. ¿Qué historias son estas? Historias del cuerpo, el abuso, el trauma, el dolor. Para ser escritoras serias, debemos rehuir de lo «femenino», incluso más que cualquier hombre. Traduzco literalmente del libro un gesto que yo misma he practicado y visto en muchas otras mujeres: «Nosotras aseguramos compulsivamente que nuestra escritura no es algún tipo de terapia. ¡Qué bruta! Nosotras somos intelectuales. Somos artistas».
Febos pertenece a ese grupo de autoras que en mi genealogía particular he etiquetado como «pioneras de la primera persona» porque han dedicado parte de su carrera a defender algo que no he escuchado jamás a un hombre cis tener que defender: que su vida y su opinión sobre el mundo son valiosas. Que incluso, ¡qué locura!, podría cambiar la perspectiva que tienen otras personas sobre sus propias vidas. A veces se nos critica a las mujeres que dediquemos tanta escritura y estudio a nuestra condición de mujeres, sin embargo la pregunta que nace a continuación es inapelable: ¿qué podríamos hacer si no? Que Lorde, Febos y tantas otras se hayan tomado el tiempo, el intelecto y la valentía de hablar de esto, cambia sin lugar a dudas mi vida y yo quiero hacer lo mismo.
Me imagino que cada texto que defiende esta conquista es un pequeño empujón dentro del territorio tomado de nuestras voces. Porque no es que nadie hable de nuestras vidas. Lo hacen otrxs que no somos nosotras y corremos el peligro de creer que esas narraciones son reales. Todas hemos experimentado esto seamos escritoras o no. Nuestros sueños, cuerpos, visiones del amor y todos los etcéteras que podamos imaginarnos, caben en esta frase. Entonces, la conquista de la primera persona no tiene que ver exclusivamente con quitarnos la pesada asunción de ser narcisistas, ególatras y ensimismadas en nuestra escritura, como nos han hecho creer, sino de atribuirnos con todo el derecho la capacidad de relatarnos con libertad dentro de estas identidades dinámicas y ambivalentes que somos.
Me interesa abrir preguntas, dejarlas por escrito: ¿Cuál es el valor de la confesión, la historia personal, el testimonio? Me refiero: ¿Que las cuente, quién? ¿Qué represente a qué otrxs?
Me acerco a la edad en la que otras mujeres que no hacían cosas diferentes de las que yo hago pudieron publicar libros a los que beso y dibujo corazones cuando los termino. Libros que me representan, no porque hablen de algo que me pasó a mí, sino porque encarnan una valentía que algún día me gustaría poder tener a mí también. No sé cuándo me di cuenta de esto, pero cada vez tengo más certeza de que una escritora honesta, vital y optimista me importa más que tres escritoras que se esconden de sí mismas en historias frías y un lenguaje intelectual en el que también ellas se sienten impostoras. Por «escritora seria» considero ahora a todas aquellas comprometidas con no dejarse atrás ni a sus historias ni a sus verdades, a todas aquellas que saben que con todo eso que despreciaron por insuficiente, poco interesante y banal también pueden crear.
Alguna vez creí que para ser una escritora tenía que mantener en secreto mis diarios y ensayos recién nacidos, o esconder mi emoción cuando escucho a mis alumnas y compañeras leer en clase, o mis eternas dudas acerca de prácticamente todo, pero he decidido recordarme a partir de ahora que en realidad soy la mujer que se sienta un viernes por la tarde, asustada, sí, frente a la página en blanco y rompe su propio silencio.
Alguna vez creí que para ser una escritora tenía que fingir ya no ser yo, pero por suerte estaba equivocada.
PD. En el Club de Casa Índigo dimos una clase (creo que ha sido mi favorita en tres años) sobre Audre Lorde y lo transformador de su vida para todas las mujeres. Puedes sumarte aquí para verla.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes seguir aprendiendo sobre todas estas cosas en mi laboratorio del alma.