El orden de las voces
Es lunes por la mañana, llueve afuera y el parque, sembrado de hojas de otoño, está precioso. Miro por la ventana —un ojo a mi interior— buscando palabritas que compartir contigo. ¿Qué quiero contarte? Ha pasado mucho durante los últimos meses. Mucho adentro, me refiero. Desde que decidí entregarme a este caminar en belleza a principios de año —esto es, a descubrir y recorrer el camino de mi corazón— me estoy transformando en alguien que se parece más a mí de lo que me podía imaginar. Quizás parece extraño que lo exprese de esta manera, pero es la forma más fiel que encuentro. Estaba (sigo estando) llena de condicionamientos, historias y sueños que creía míos, pero en realidad no lo eran. Ando investigando uno por uno esos relatos, preguntándome si los sigo queriendo dentro de mí. Es brutalmente honesto este trabajo. Pero, también, insoslayable.
¿Al otro lado del camino quién me espera? Yo misma.
La verdad es estoy buscando a mí, pues soy la puerta a todo lo que existe. De qué me serviría negarlo.
Hace poco releía a Vivian Gornick. Hay un fragmento en el que cuenta que todos los días mientras camina se dedica a imaginar y ensoñar la vida que no tiene. Una de esas veces siente algo en la boca, un sabor amargo. Y lo sigue sintiendo cada vez que lo hace. Así se da cuenta de que tiene 60 años y la vida se le está pasando entre tanta fantasía. Se asusta, es un abismo: hay que vivir.
Como a Gornick, a mí mi cuerpo también me avisa de que estoy viviendo fuera de mí, en el territorio de la ficción y los sueños. Estos tres meses en Madrid me han ayudado a ver esto con mayor limpieza: puedo construir grandes ciudades en mi mente —tengo ese don—, pero si no actúo en consecuencia, no serán más que puras fantasías. Yo siento esto muy real en relación a mi(s) trabajo(s). Y no porque no concrete, no haga, porque en eso soy experta. Tiene que ver con la dirección. ¿Qué quiero yo de mi vida y cómo me ayuda mi hacer a conseguirlo? Si no me hago esta pregunta antes de iniciar cualquier camino, termino metida en millones de cosas y después no lo puedo sostener.
Descubro dentro de mí dos voces, una que desea compartirlo todo, porque goza haciéndolo, creciendo, transformando y ayudando a otrxs a que se transformen también. ¡Esa voz quiere hacer tanto! Hace como quien respira. Crea para dar, pero se salta el momento de profunda celebración que implica crear para…solo crear. Para gozarse.
La otra, en cambio, quiere tranquilidad, quiere nutrirse, crear en secreto, no hacer nada con todo lo que aprende, descapitalizar todo el conocimiento que a diario va guardando en su cabeza. No «pensar de qué manera puedo estructurar todo lo aprendido para servirlo», nunca más. Es una voz incómoda, que se enfrenta a la otra voz humana con un «confía en tu camino» como bandera. Dice que tiene todos los recursos dentro de sí. Que solo se necesita confiar y seguir los verdaderos pasos sin miedo.
De pronto la segunda voz tiene mucho peso dentro de mí. Supongo que el orden de prioridades de ese alma mía que me va conduciendo por los caminos del mundo está moviéndose. Y se está volviendo, por momentos, inflexible. Me asusta un poco porque la siento una pirómana, con ganas de quemarlo todo (ya quemó la hermosa web que tardé semanas en construir hace como un mes). Quiere quemar, en este orden: una idea heredada pero firme sobre quién tengo que llegar a ser; un apego, también heredado, al esfuerzo; una culpa —perpetuada por siglos— por no hacerlo lo suficientemente grande, bien, hermoso, suficiente, legítimo, intelectualmente intachable. Y por último quiere quemar la insostenible idea de que hacer lo que me dé la gana —no complacer a ningún dios, figura paterna, autoridad, o mundo externo— es egoísta.
Creo que esa segunda voz es sabia. Cuántas veces he pedido que se revelara mi camino, mi horizonte, que yo no lo sé ver. Y me lo muestra como una madre saturnina. Me devuelve a la escritura, como siempre hace, eterna. Me dice que si no me voy a poner a hacer lo que sea con alegría, mejor que no lo haga. Me dice que me calle —bastante—. Que haga silencio para que ella —parlanchina también— pueda expresarse.
Cada vez que la escucho, una de mis fantasías se extingue. Es doloroso. Le tengo mucho apego a mis fantasías, a todos esos «el día que…». Mucho apego. Todos los castillos y ciudades en el aire, ¿qué seré yo sin ellos?
Cada vez que la atiendo, con su voz mueve mis manos y nace algo inesperado. Algo que no me imaginaba que desease hacer. Una valentía, supongo. Rompo el cristal que me separa de mi deseo recién descubierto, y es simultáneo el quiebre y la revelación de lo que hay al otro lado. Me sorprende decir: yo quiero esto, pero no lo sabía. Y entregarme con rendición al nuevo llamado.
¿Cómo hago para escucharla?
Yo la escucho escribiendo. Disciplinando mi cuerpo y mi mente para ponerlos al servicio de mi corazón. Sentándome cada día frente a la hoja en blanco y entrenando la palabra, entrenando el puente, que me conecta con mi saber más ancestral y perfecto. Esta es la única herencia que deseo que me siga acompañando.