Encuentro con los niños santos
Busco un lugar por donde comenzar a narrar mi viaje con los niños santos, algo siempre difícil pues las experiencias con enteógenos rompen con la idea de linealidad que tenemos tan integrada en nuestras vidas. El espacio se trastoca, la mirada se amplía, donde antes no veía «nada», ahora puedo ver. También el tiempo cambia de velocidad y, en esencia, creo que de ritmo: me encuentro riendo a carcajadas y un instante después acurrucada sobre el suelo de madera de la casa de María Sabina, la sabia de los hongos, sosteniendo entre mis manos mi estómago y pidiendo ayuda para que pare el dolor. Los extremos, como en una espiral, se suceden en lugar de estar distanciados. Y mientras yo, esta pequeña persona que es Marina, muriéndome de risa.
Hay mucho de este viaje que voy a contar en otro lugar, pero sé que hay una parte demasiado privada para caber en una crónica, incluso en un post de Instagram. Es además una parte que me hace sentir extremadamente vulnerable, pues remite directamente a mi experiencia de ser yo, y eso no es fácilmente compartible. Leí en un estudio sobre la psilocybina que una de las características del viaje con enteógenos es la disolución del yo-ego. Hay gente que lo experimenta como viajes a través del universo, como convertirse en la naturaleza, como unión con el amor universal. No fue mi caso. Trato de no achacarlo a nada, de no compararme ni culparme. De abrirme a ver lo que fue sin juzgarlo tanto.
Para poner un marco a este relato, tomé la medicina en la antigua casa de María Sabina, una curandera mazateca que se hizo muy famosa con sus veladas de hongos. Para ella el ritual era profundamente espiritual, era su forma de sanar cualquier mal. Su historia es interesantísima, a ella los hongos le hablaban y le decían lo que tenían las personas. Ella murió en los años 80 pero su bisnieto continúa su legado.
En mi viaje la medicina no habla —nunca, tampoco con la ayahuasca ni el san pedro— con una voz distinta a la mía. Empieza diciendo que mi vida es mía y que deje de mirar a los demás, que viva mi propio viaje. Avergonzada, necesito reptar por el suelo, respirar profundo, moverme como un animal, mientras lo que queda de mi ego lucha por evitar hacer el ridículo ante mis compañerxs y la noche. Y esa lucha cómo duele. Oigo la voz de Mamá Sabina nacer del cuerpo de su bisnieto Bernardino, nuestro curandero. La oigo nacer de mí, nunca calla, todo el viaje habla y habla y yo respondo y en realidad somos lo mismo. Experimento la unidad en el lenguaje, no podía ser de otra manera, aunque me doy cuenta ahora, escribiendo esto.
Son horas de lucha y el mensaje es claro: hasta que no me entregue por completo no dejará de doler, y esta es una lección para la vida. Pero estoy aterrada. Busco una mano que me sujete y me enseñe el camino, quiero a mi madre cerca diciéndome que todo estará bien pero estoy sola, repito, estoy sola y no hay mano. No hay mano posible y no la habrá. La medicina también es cruel en sus lecciones. Me da miedo seguir adelante. No hay barandilla, mano, luz. No hay nada que sea seguro.
No sé cuántas horas duró esa lucha. Cada vez que mi mente trataba de analizar la situación —pensaba en cosas como serotonina, sinapsis, también bastante en la muerte, en estudios científicos sobre neurotransmisores y metabolitos— el cuerpo respondía con incomodidad y dolor. Vomité, casi al principio de la ceremonia, y vi, frente a la tela asombrosa del maizal moviéndose, la energía naciendo de mis manos de dibujito animado. Entonces soltaba y buscaba la entrega. Esto duró toda la noche. Aflojaba y me volvía a tensar. Hasta que en un momento la risa explotó dentro de mi pecho diciendo, y entonces me percaté, desde ese lugar donde el ego baja la guardia y la conciencia puede verse a sí misma, que me había creído mi pequeño personaje por completo.
¡Eso era!, decía la nueva voz. Y me volvía a reír, me avergonzaba por molestar a los demás y a la vez me daba cuenta de que mi risa era contagiosa, que quizá no le estaba haciendo mal a nadie. Reía y apoyaba mi cabeza en el suelo. Mis primeras palabras en voz alta fueron «ah, su puta madre», y una explosión de carcajas clásica, como en las películas, agarrándome la panza en el suelo.
Eso no terminó con el dolor y entonces comprendí que la entrega que se me estaba pidiendo era la fe. Eso me asombró porque la palabra «fe» tiene para mí un significado sumamente religioso y la uso en contadas ocasiones. Siempre prefiero usar, por ejemplo, la palabra confianza. Pero esto era otra cosa. Realmente tenía que ver con lanzarse al vacío sin red. Con encarnar las palabras que mi mente defiende siempre, esas que hablan del misterio y de todo lo que no se puede nombrar. Tenía que ver con pedir ayuda a la medicina de la sabia Sabina, los niños santos, y creer que llegará, que me sostendrá, que saldré curada. No ver la mano, incluso no saber si realmente existe una mano, y aun así entregarme por completo. Creo que es de las cosas más difíciles que he hecho. Rosa, la esposa del curandero, velaba por mí, porque mi viaje estaba siendo un verdadero trance animal. Me ofreció su ayuda pero las dos sabíamos que tenía que atravesar esto sola. Había una catarsis disponible al final del camino y, a pesar del miedo, me encaminé hacia allí.
Recuerdo el final de la ceremonia como una integración, así como en las clases de yoga nos quedamos en savasana para que todos nuestros cuerpos puedan volver a alinearse después del trabajo. Estaba tumbada en el suelo, mi cabeza sobre la cazadora de borrego, mis pies en alto, y de pronto asistí al nacimiento —o quizá sería mejor llamarlo el surgimiento, pues no era algo que no estuviera antes, sino que no había sido revelado hasta entonces— de una nueva voz dentro de mí. Quiero decir, un nuevo arquetipo que había estado en sombra y que por fin podía revelarse. Ese nuevo arquetipo había traído la risa, el movimiento libre, la entrega, la confianza plena en su intuición que desde el principio decía que no moriría esta noche. Incluso un poco de energía Kundalini. Se nombró a sí misma dentro de mí: Eva. Y de inmediato la voz normal, la de la Marina persona en el mundo, me pareció, ante la voz nueva, tan remilgada, estructurada, estirada, miedosa. Fue un verdadero espectáculo ver a estas dos voces hablar, vincularse. Ellas soy yo, claro, y también soy muchxs otrxs personajes o arquetipos cada uno con su propia energía o función, que juntos forman una verdadera familia interna. Aquella noche le dimos la bienvenida a Eva, la mujer salvaje a quien la intelectualidad, los datos, el conocimiento, la vergüenza, la autocrítica… todo eso no le importa nada. Ella quiere la autenticidad. Quiere que si me duele el estómago, ponga mi mano en él y me pregunte qué tanto me estoy juzgando, sin temer a la respuesta.
Esto es un resumen de algo que sigue siendo inexplicable, por mucho que me empeñe en escribir, en registrar. Todas las medicinas se quedan adentro de nosotras. Su espíritu, su ánima, nos acompaña durante parte de nuestra vida, así como el recuerdo y la presencia de los seres que amamos aunque no estén físicamente aquí. Yo no tenía la expectativa de sanar algo, en el sentido patológico de que siempre hay algo que está mal y que hay que extirpar el mal de nuestros cuerpos (imagen muy cristiana, por cierto). Más bien tenía el deseo de profundizar aún más en mi psique, que es una ínfima parte de la psique del universo ilimitado. Y aún así, siento que durante mi viaje una energía que estaba reprimida pudo por fin expresarse, y eso me liberó de algo que ni siquiera era consciente de poseer. Algo como mucha vergüenza de mostrarme y de ser yo, sin que me importe en absoluto a quién pueda agradar o desagradar. Siento que fue un paso hermoso en el camino de mi autorreconocimiento, de encontrar mi lugar. Y como decía Eva partiéndose de risa en mi interior, sin necesidad de creerme mi personaje, de casarme con él, ni de ser tan importante.