Empiezo a escribir esta carta en mi diario sin saberlo. Hace días que procrastino poniéndome a ordenar, recordando de pronto esa tarea que hace años que quiero llevar a cabo y que de pronto me parece sumamente importante. Antiguamente, cuando sentía esta tensión entre querer escribir y no poder hacerlo, me culpaba. Tenía todo un repertorio de voces dedicadas a constatar las razones por las que no era lo suficientemente buena, madura, creativa, escritora. Todavía las oigo algunas veces. Las escucho detenidamente y después acudo a mi caja de herramientas privada, la que he ido creando obstáculo tras obstáculo para salir de mis propias trampas, y elijo la más apropiada.
Esta vez ha sido el diario. Si tengo que pasar cincuenta veces por anotar la misma y aburrida frase “Quiero escribir y no puedo” antes de animarme a abrir uno de los manuscritos que tengo en marcha o esta carta, acepto que así tiene que ser. He detectado que, si espero, las razones de la procrastinación se revelan. Por ejemplo, hoy: he descubierto que lo que yo quería escribir en esta carta no era el relato de cómo creé mi proyecto con alma, que era lo que tenía pensado, para profundizar en las ideas que hay detrás de mi próximo programa, sino otra cosa. Y al reconocérmelo, al darle lugar al deseo auténtico, el corazón toma carrerilla, bombea, me indica con su latido de pronto ágil que se siente recibido. Reconozco que a veces me falla ese «darme lo que necesito» que se ha convertido en un leitmotiv para mí y para muchas de mis amigas. Pero desde hace semanas viene tentándome un reto personal y con esta carta lo hago público: encarnar una honestidad radical, incondicional incluso.
¿Qué podría ser más importante que decir la verdad, mi verdad, primero ante mí misma —reconocer quién soy, aceptarlo, amarlo— y después ante el mundo, en lugar de seguir escondiéndome? Es un entrenamiento, supongo. Uno cuyo ritmo lo marca el director de orquesta que vive dentro de cada quien, de acuerdo a una agenda secreta que solo se desvela en retrospectiva.
Escribo esta carta en mi diario después de leer de una sola vez el manuscrito que provisionalmente se llama Cuerpo habitado. Curiosamente no se me pasa por la cabeza —como sí me pasaba cuando escribía sobre mi aborto o sobre otros momentos incómodos— no llegar nunca a publicarlo por simple y puro pudor. Supongo que haber estado tan cerca estas últimas semanas de la escritura de Annie Ernaux me presta algo de su coraje.
Una imagen me golpea de pronto mientras escribo: el deseo de encarnar una honestidad radical comenzó el día en el que en una sesión de estudio de Resonance Repatterning, y delante de todxs lxs alumnxs, la maestra dijo la palabra “abuso” y yo rompí a llorar. En paralelo al congelamiento y al llanto, como en segundo plano dentro de mi consciencia, una voz decía: “Es para esto que has vivido”. Intenté no interpretar, pero con claridad vi entonces que hay una relación entre el propósito de mi Vida y el poder nombrar las cosas.
Recuerdo que era sábado y que me quebré en esa silla mientras mis compañerxs agarraban sus teléfonos y se evadían de mi dolor. Después me puse el abrigo aunque hacía calor y fuimos a comer tacos. Durante la comida no pude decir una palabra. Pensaba, en cambio, en que no me había molestado que mi cara se convirtiera en una herida abierta que todo el mundo podía mirar, y al mismo tiempo nunca me había sentido tan vulnerable. Entonces supe que todo aquello estaba pasando para que yo sanara los sentimientos de abuso atrapados en mi memoria corporal, pero también por otra razón: romperme ante testigos y seguir adelante. Romperme para ellxs, como una ofrenda, porque verme significaba también verse.
Nuestra escritura también atestigua como un par de ojos mirones. Sostiene como la mano de una terapeuta que calla mientras te enredas en viejas pesadillas. Mi escritura es mi cuerpo y si lo ves romperse, vienes conmigo. Eso fue lo que sentí al volver al manuscrito, donde por primera vez me encontré cruda y sorprendida. Pensé: «¿Quién ha escrito esto? No fui yo», que es lo que se siente cuando una creación nace en cauce abierto y sin filtrar.
En el manuscrito me encuentro con una escritura no catártica, pero tampoco ordenada. Leo sin pestañear, un raro impulso que casi nunca siento con mis textos. Y lo que veo es mi verdad, una verdad velada durante muchos años, violenta pero insoslayable. Ahí está y esa soy yo, aunque al mismo tiempo no lo sea, porque quienes escribimos sabemos que decir esto es siempre mentiroso. Me veo, eso sí, de forma diferente, como restituyendo el dolor que nunca quise mirar, evadiéndome como mis compañerxs de estudios, avergonzada.
Dolor es una palabra grande e inconcreta. Digo: cuerpo vivo, incómodo, abuso, violación, ansiedad, alcohol, huida, pastillas. Todos los nombres evitados, uno detrás de otro como una fila de hormigas que trabajan sin descanso por hacérmelo ver. Reconócenos, dicen. Un corazón bombea más rápido cuando mira el abismo.
Mientras escribo este ensayo me doy cuenta de que me gusta ser esta mujer. Estoy perdiendo el miedo a decir la verdad y eso es poderoso. ¿A qué le tememos tanto, que evitamos que lxs demás nos vean? A medida que el hielo se rompe y emerge la fuerza me doy cuenta de cuánto esfuerzo me estuvo costando ocultarme.
Por primera vez en un texto que quiero hacer público veo mi dolor reconocido y él se siente visto. No hay ninguna exageración, al contrario, por ahora solo está el andamio, la historia contada con crudeza. Intuyo lo que viene a ser ese libro. Intuyo los movimientos que me va a pedir hacer. El diario base tiene cientos de páginas, ahora empieza la artesanía. Pero la historia está dicha.
Algo en mí pulsa, quiere materializarse afuera. Cuando empiezo a sentir el llamado siempre evito escucharlo en primer lugar porque sé que me pedirá algunos sacrificios: seguridad, imagen personal, poder de decisión cuando frente a la página en blanco una voz en mi interior me diga que es mejor dejar todo eso en el pasado. Pero siempre sabré que, por más que lo evite, no hay otra opción que escuchar el canto de sirena.
Habrá sucedáneos y tendré que reconocerlos. Me diré que quizá debería hacer primero una rueda de plantas para depurarme y sacar a la la luz todas mis memorias, o que antes de escribir necesito haber pasado a limpio las miles de páginas manuscritas de mis diarios, o que podría planear una nueva etapa de microdosis que me dé valentía para adentrarme en la oscuridad y aprender a alumbrarme por dentro. Pero solo estaré posponiendo el llamado a hacer algo útil con mis heridas.
Entonces tendré que dejar de confundir las anclas del acto creativo con el verdadero gesto: arremangarme, avisar a mi gente cercana de que aunque me vean aquí, en realidad no estaré con ellos, sino dentro del túnel con las manos enfangadas, haciendo algo con mi historia, o, al menos, tratando de hacerlo.
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Gracias siempre, por tu honestidad e inspiración. Amo tus cartas. Te leí al final de un desayuno en una cafetería de mi ciudad y sentí recuperar esos momentos de lectura analógica del pasado. Aún leyendo una pantalla tenía esa sensación de calidez.
Te abrazo fuerte 🌻