Ikebana o el arte de la incomodidad
Estoy de regreso temporal en mi casa del valle, la casa de mi familia. Estas últimas semanas estuve acomodando la existencia a una nueva rutina, nuevos horarios con E y con mis espacios de trabajo. En la superficie, todo parece tranquilo y silencioso pero, mientras tanto, el mundo interior se abre a la memoria, a las heridas y reacciones que este lugar me trae. Ayer escribía parte de este texto, en especial sobre las preguntas que la ansiedad me había estado enviando hasta la orilla de mi conciencia. Pero después me fui a la naturaleza para tomar un taller de bosquejo floral japonés y en el paseo por el bosque me di cuenta de que estaba incompleto. Así que lo retomo ahora, con mi diario abierto junto a mí, transcribiendo algunas notas que tomé esta mañana al despertar sobre el raro don de estar para nuestras emociones y de permitirnos crecer a través de ellas.
El ejercicio de ayer consistía en observar la naturaleza, buscando en las formas imperfectas, rotas y rudas del otoño los elementos de nuestro de nuestra composición. Todas llevábamos cestas, las chicas recogían las ramas llenas de frutos del escaramujo —el único color rojo en esta época del año—, la flor seca de la alcachofa, de la cebolla, del amaranto. Yo iba por detrás, agarrando pequeñas ramas secas, detalles ínfimos, casi invisibles, del bosque. Encontré unas preciosas estrellas secas que parecían sacadas del océano, y tomé unas cuantas, pero en esencia mi mirada estaba absorta en mí misma, en el pasear, y nada más. El bosque me espejaba la tristeza que siempre me trae el otoño, una necesidad imperiosa de silencio y lentitud que en este momento no logro darme por completo. Iba sintiéndome culpable por ello. Por últimamente sentir que debo estar afuera pero desear solamente estar adentro, por la fractura que produce esa sensación cuando se está «de visita» en el primer hogar. Seguía caminando, recogiendo algunos troncos y flores marchitas para la composición mínima que crearíamos después. Solo hasta el final del camino encontré una flor de cebolla que unas pequeñas enredaderas habían estado reteniendo en su crecer hacia el cielo, y que tenía el tallo curvo y hermoso. La tomé como un tesoro revelado.
Más tarde, mientras preparaba mi arreglo, pensaba en cómo habito mis emociones incómodas. Lo más común fue siempre poner una tirita, ir añadiéndole algo que pudiera limpiarla y opacarla para no sentir su molestia y poder seguir con la vida «normal». Con la emoción oculta, podía fingir que no pasaba nada, seguir estando cara al mundo. No levantar sospechas del verdadero estado interior.
Pero la emoción sobrevive a cualquier arreglo. Pide atención consciente. Pide sobre todo que permitamos que se exprese, y que tomemos decisiones que valoren su aparecer.
Pensé en quitar esas tiritas que llevo poniéndome varios días para que mi emoción no se vea. Autoexigencias de diversa índole, excusas para no salir, puertas cerradas, incomodidad. Por la mañana me siento frente al diario y guardo silencio, recordando que no se trata de pensar la emoción, sino de sentirla. Me doy esa oportunidad por unos minutos y después tomo el boli y comienzo a escribir.
Cuando termino, me doy cuenta de que tengo la habilidad de convertirme en testigo de todo lo que está sucediendo. De ver mi escritura como solo un relato. Me amigo con la oscuridad escorpiana de la temporada de eclipses, pero no me caso con ella. Esta soy yo hoy, pero mañana seré otra. Cíclica, siempre.
Busco recordar qué estaba pasando cuando sucedieron los eclipses de mayo. Voy al diario amarillo y encuentro anotaciones fogosas, en llamas. Estaba abriéndome a encontrar mi oscuridad como refugio. Gracias a que escribí aquel proceso, hoy ya no empiezo de cero. Me reconozco en el camino de saber hacerlo mejor. Me reconozco sintiente. Y sobre todo reconozco que me estoy acompañando.
La foto de portada es el bosquejo floral que hice en ese rato de contemplación, wabi sabi, ikebana y presencia que habité. Era el más chiquito de todos. La pura esencia de mi deseo de soledad y silencio. Dejé una pequeña enredadera en el tallo, como recordatorio de que siempre somos vulnerables.