(también puedes escuchar esta carta a viva voz)
La memoria opera en capas extrañísimas. Sé que la ciudad en la que estoy —Quito casi el valle— es la misma que aquella que habité hace ocho y nueve años, y aunque todo parece haber permanecido tal y como lo dejé, ahora siento que durante mi ausencia una gran mano jugó a cambiar algunos detalles. Por ejemplo, la casa de la Conquistadores, donde juraría que teníamos una terraza enorme y rosada que miraba a los incendios y donde se podía bailar —besar— a gusto y ya no se puede. Lo sé porque volví a buscarla y me pareció pequeña esta vez, pequeña como cuando se es una niña y se crece y de pronto todos los muebles y objetos de la casa de la infancia se vuelven ridículos y solo queda entonces elegir un camino o el otro: que la memoria miente y creérselo o culpar a la gran mano de volver pequeño lo grande y de haberme desaparecido las joyas otra vez. Cuando me fui ocho años atrás, uno de mis pendientes de bronce se sumergió en el último abrazo; esta vez es el anillo de lapislázuli el que se pierde y pienso: es que la gran mano no da puntada sin hilo, fíjate si hace tiempo y todavía se acuerda de que las joyas, este país y yo ya tenemos una historia. Aquella vez lo encontré, fue un tesoro entre las pérdidas. También esta vez piedra y bronce vuelven, pero no duran, me huye la piedra y la dejo partir. ¿Son las repeticiones secuelas o genuinas nuevas historias?, me pregunto, y no respondo porque conozco muy bien la respuesta. Puntada e hilo, repite la voz, puntada e hilo.
Nada más aterrizar recordé el cansancio de la primera vez y también de la segunda. Con la panza del avión casi rozando el cráter me vino a la cabeza cuando cruzamos la frontera por Ipiales y que mi primer volcán fue el Imbabura. Los campos de quinua, belleza cónica y violeta, y esa cosa extraña que tienen los volcanes de nacer sin compañía, de erigirse siempre solos para poderlos mirar. La segunda vez fue por el sur. Estaba de regreso, había pasado un año y yo —cliché— ya no era la misma —era verdad— y estaba a punto de marcharme. Ahí fue cuando perdí mi bronce. Recuerdo todo esto mientras las colinas pardas empiezan a elevarse hacia Quito y se me llena la boca de nombres. Pues sí que conozco Ecuador le digo al Brayan, Baños de Aguasanta, Quilotoa, Manta y Crucita, en Montañita también estuve pero mejor ni te cuento, La Esperanza, Vilcabamba y Cuenca, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Me deja en Guápulo y desde el estudio reconozco el otro lado de la montaña incendiada, que tampoco es la misma hoy que fue entonces. No me había dado cuenta. Memoria, óyeme, dame cuerda, vamos a buscar los detalles que nos faltan.
En contra de lo esperado, no sueño. La aparición nocturna de volcanes se detiene, aunque volveré a casa y regresarán en forma de sima, de vagina florida llena de magma gris como en las ilustraciones al carbón, un volcán de líneas finas que no se despierta y que miro desde lo alto admirándolo como una joya. No sueño con ellos mientras me rodean, pero sí necesito sacarme la obsidiana del cuello porque de noche me despierto al baño y ya no puedo dormir. Tengo miedo, digo, miedo a la memoria, a la gente y a los volcanes, miedo a las inundaciones que sí vuelven a mis sueños y arrastran consigo mis chanclas rosa fosforito de vuelta hacia el mar.
Cruzo la placita de abajo. La pregunta ya no es el viaje, ya no soy yo el viaje ni la viajera, palabras que lubriqué tanto con mi calor, que amé hasta quedar saciada. Me enseña Quito, primera ciudad a la que regreso, que del otro lado de todo se encuentran sus recuerdos y que la pregunta puede ser ahora sobre la gran mano cuya puntada comienza a hilvanar las historias de muchos años atrás con las presentes. Puntada aquí: estoy recién llegada y aún no conozco el poder del duelo por el embarazo que he decidido no continuar. Puntada allá: en el tiempo en años sombra, como escribía Medina en un libro esta mañana, vuelvo a casa convencida de quererlo. No sé qué relación vieja tienen ambas puntadas. Solo soy humana y mi tiempo es lineal. Pero la tiene. ¿Algo que ver el llanto? ¿Y qué tanto las amigas, la edad, los perros y todas esas cosas? Lo que queda oculto en el cuerpo se convierte en destino. Otra vez la misma obsesión, la llenura de un vientre que se abulta vivo.
Sí me ocupé de la memoria, pienso ahora. Escribí un libro para preservarla de la realidad. Escribí ese libro para poder volver a Quito protegida, para atravesar los Andes y comer arepas, para tatuarme más y más aves sin arriesgar perderme. Mientras subo la calle y busco la casa y me cuelo en la casa y se vuelve verde lo que antaño era amarillo, acepto lo que hay: no es la misma casa ni el mismo valle ni la misma ciudad. Nada de eso existe, pero existió en otro tiempo, junto a la mujercita que fui, la que no sabía llorar y ahora sí sabe, o sabe un poco, o moja de lágrimas el mapa del futuro que ya ha dejado atrás.
Entonces cobra un sentido nuevo el viaje y la pregunta reza. Vieja interrogación sagrada, tenías razón, ya no me importa crecer. Me hago grande y por fin acepto mis frutos. Los pongo bajo la lengua para que se deshagan lentamente.