Lo primero que veo al llegar a mi habitación de infancia es una caja de fotos sobre la mesa, una caja gris, cuadrada, con dibujos de arabescos aterciopelados que resaltan del fondo. Dejo la mochila y en el primer instante a solas, la abro. Son las fotos de siempre: cubren el fin de la infancia y el principio de la adolescencia, y la mayoría fueron sacadas por mis amigas o por mí. Muchas de ellas están escritas por detrás, tenía la costumbre de rotular los nombres de quienes salían retratados, o de ubicar la escena, o bromear acerca de algún detalle, en boli bic color azul. Hay cumpleaños en la Vega, niñas con coletas vestidas de hippies el día de carnaval, instantáneas de las primeras nocheviejas en la discoteca del pueblo, chicos que nos gustaban pillados in fraganti —durante cierta época, enamorarse era una actividad compartida con amigas—, animales que han sido como familia, y otros que ni siquiera recuerdo bien. Sin embargo, las fotos más recientes de esa caja son diferentes. Solo estamos él y yo. Son fotos de manos unidas, besos de cerca, en blanco y negro y en color, protoselfies hechas con cámaras rápidas analógicas y una LOMO que poseí por algún tiempo y luego cambió de manos. Estas son las que están encima de todas las demás y las que me sorprenden ahora.
Ahí está ella: es la chica del 2008 en un viaje a Lisboa. La veo en una torreta en el centro de la ciudad, sentada junto a él, mirando hacia el horizonte río y dándole la mano todo el tiempo, un gesto fútil del amor imperecedero que, como todo lo demás, siempre termina por gastarse. La veo comiendo pasteis de nata y chuletitas de cordero, comprando miniaturas en la feria da ladra, ascendiendo la cuesta hasta el hotel barato en las afueras del centro. Ella se me parece a la que soy hoy. Lo primero que noto son los fallos, esos pedazos de mí que quizá nadie ve pero me saltan a la vista cuando me miro en un espejo. El diente que sobresale, las marcas de la sonrisa. Todavía no hay rastro de la marca en mi mejilla que después reunirá mi tristeza. Llevo gafas de sol todo el tiempo, un bolso de patchwork, una camisa blanca y jeans.
Sin embargo, él me parece un extraño. Sé quién es y puedo acordarme de algunos detalles de nuestra relación, pero al ver su cara joven y sonriente, erguido sobre un montículo de tierra como un conquistador, tengo la sensación de que esa es una historia que debí ver en el cine o que leí algún verano, pero que definitivamente no la viví yo. Me es un desconocido, un personaje de ficción. He perdido la memoria corporal que lo recuerda y no sé dónde hallarla.
Después de ver las fotos, le pregunto a una amiga si a ella también le cuesta reconocerse en sus versiones pasadas, si no le sorprende hacer lo que hizo, salir con quien salió, si no le sorprende, en suma, haber vivido. Me dice que no entiende mi pregunta. No sigo preguntando. Yo tampoco me entiendo.
En la caja hay otra foto más, a esta le tengo un cariño especial. En ella aparecen mi abuelo y mi padre, todavía en los años 90. El primero sale sonriente, con su mono de trabajo azul. Creo que nunca lo vi con otra ropa. El segundo, mi padre, todavía tiene pelo. Debía tener mi edad ahora, poco más de treinta, o quizá menos. Entre ambos, nuestro perro Dini, un husky siberiano que había sido un extraño regalo de contrabando de parte de mi tío. De fondo se ve la casa que hoy está en ruinas, la camioneta beige de marchas largas, el manzano, el garaje, el columpio verde siempre infestado de avisperos.
Guardo la foto en el diario y voy a buscar a mi abuela a la residencia para nuestro café matutino. Ascendemos la calle donde pasé la mayor parte de mi infancia con una lentitud innombrable, y al llegar al bar de todos los días, pedimos nuestros cafés. Normal para mí, le dice a la camarera. Por detrás, con un gesto, sin que mi abuela me vea, le digo que no, que descafeinado como siempre. Cuando nos trae los cafés, le enseño la foto.
—¿Quiénes son estos?
Mira la foto tratando de enfocar, pero no le llegan las palabras. Insisto: ¿quiénes son?
—Este es mi hermano…— dice mi abuela, señalando al marido que lleva velando 24 años. —Y este… no lo sé. ¿Es su hijo?
—Es mi padre, abuela, ¿no te acuerdas de él? Toda la vida te ha llamado de usted.
Guarda silencio, tratando de recolectar las partes que le traigo y formar una imágen. Después señala al perro y dice:
—Y esta eres tú.
Sonrío con su ocurrencia. Mi abuela tiene ojos de 90 años y los dedos arrugados señalan las figuras sin lograr entender lo que ve. ¿Cómo es vivir en un mundo que cada día tiene nuevos contornos?
El cuerpo de mi abuela ha perdido sus recuerdos, y es mi cuerpo el que los rememora para ella. Cada vez que nos vemos le pido que me cuente la misma historia que lleva repitiendo veinte años: la fiesta en La flor del bosque donde conoció a mi abuelo, la peseta de castañas, las tardes cosiendo debajo de la rosaleda de su antigua casa en Asturias. Pero los míos también están truncados. Hay un «aquí», que es donde estoy yo ahora escribiendo, pero también un «allí» donde se guarda la memoria y al que no puedo acceder porque no sé cómo llegar. Soy ambas cosas: lo que sé y lo que no sé, lo que viví y lo que no recuerdo haber vivido. Estoy hecha de pequeños fragmentos de misterio, además de carne, fantasía y huesos.
Tengo la sensación de poseer una hermana gemela que ha ido guardando la vida que yo viví, pero cuyas experiencias me son inaccesibles. Todo lo que me pasó se fue quedando ahí guardado, como una memoria USB de archivos descolocados y rotos. Cuando logro tocar algunos de ellos, parecen momentos de cristal: no se mueven, como lo haría un recuerdo vivo, sino que permanecen estáticos como una película que no puede avanzar más. Tengo que empezar a hablar para que se ponga en marcha de nuevo: recuerdas, abuela, las mariquitas que cogíamos después de la lluvia, recuerdas cuando encontramos el erizo, recuerdas el columpio verde y las avispas, los bocadillos de longaniza y el chocolate, recuerdas cuando me enseñabas a bañar los platos después de comer y veíamos Verano azul en la televisión…
Memoria, ¿me oyes?, escribía Gervitz. Un recuerdo es una granada cuya piel se abre en el verano para rezumar su jugo.
Como mi abuela, yo también soy una desmemoriada y dependo de lxs demás para recordar. Algunas veces es mi prima o una amiga quien viene a entregarme un detalle fundante que olvidé. Entonces a mi hermana gemela, ese ser invisible, se le suman otros cuerpos garantes del recuerdo, personas que tienen ese don de poder ir hacia el pasado y traer la fruta fresca y la textura del balcón de nuestra infancia. Son cuerpos reales a veces los que recuerdan por mí, pero otras veces dependo del cuerpo del archivo: las fotos, los diarios, los cd’s viejos, incluso aquel botecito de colonia que no pude tirar porque con solo desenroscar el tapón una puerta al verano del 97 o el 98 se revela. Quién hay en ese «allí», cuál sea la verdadera identidad de mi hermana gemela, es algo que tal vez nunca llegue a descubrir.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos de autoconocimiento y escritura para hacer alma en esta página.