Empiezo este texto en La Antigua, Guatemala, en una casita encajada en el bosque. Suena un carpintero, un toc toc sincrónico que llega desde el claroscuro de los árboles. Es nuestro momento de descanso, nuestras «vacaciones de las vacaciones», durante las cuales hemos subido un volcán, manejado kayak en un lago ancestral, tomado dos masajes y bailado hasta perder la conciencia en una discoteca de pueblo. A ratos Car y Dani sacan sus cuadernos y escriben; yo no. Apenas unas notas crípticas en mi cuaderno de Notion bastan para darme cuenta de que la escritura me ha abandonado. Siento algo parecido a un descanso mezclado con una incipiente culpa. Yo debo cumplir es un mantra que me acompaña desde niña, un rasgo definitorio de las niñas promesa y que últimamente se ha convertido en un objeto de estudio por sí mismo. Nerviosa ante la idea de quedarme desinspirada para siempre, hago recuento mental de las posibles causas del bloqueo. ¿Estoy de vacaciones? Sí. ¿No tengo nada que decir? Sí. ¿Será la medicación? Sí. Fuck. Léase lo anterior con la tonada de El Único, de Catriel y Paco Amoroso, nuestra canción del viaje. Ellos se dan cuenta de que están cogiendo con la misma chica y yo de que por fin estoy sintiendo ese efecto secundario de los antidepresivos, el que más me asustaba cuando empecé a tomarlos y que ha tardado un año en aparecer: dejar de sentir.
Empecé a sospechar de ello mientras subíamos al cráter del volcán Acatenango. Caminábamos cuesta arriba entre helechos, barro y enormes raíces de árboles que habían quedado al descubierto de su tierra madre, y en un paisaje que hace unos meses me hubiera extasiado hasta disolverme en él, me di cuenta de que había perdido la capacidad de escucha. No me refiero al oído normal, sino a la sensibilidad que algunas personas tenemos de percibir capas de sentido más allá de lo visible. El árbol, la niebla, el bosque, la cumbre pueden ser exactamente lo que designan las palabras: fenómenos en el mundo. Pero, y especialmente en la naturaleza, para mí los fenómenos nunca han sido solo objetos, sino fuentes de información, especies de metáforas que destilan algo más, una pizca más, y que dotan de imaginación poética mi lectura cotidiana de la vida. Creo que muchxs artistas vivimos en este lugar entre medias del mundo visible y el invisible, aunque si soy honesta, he tenido —y tengo aún— ciertos reparos para aceptarlo, sobre todo desde que empecé a estudiar psicología de las profundidades. Ese estado poroso en el que todo parece cargar más sentido de lo que parece puede sentirse límite por momentos, cercano a la vivencia natural de las personas con una estructura de personalidad borderline. Es algo que, en principio, asusta. También es algo a lo que es difícil renunciar: la vida a menudo parece un abismo, sí, pero uno lleno de riquezas, una hondura sin fondo donde parece residir toda la magia. De esta mina de sensibilidad extraigo mi sustento cotidiano; el mundo sin ella me parece un lugar aburrido, angosto, sin rayitos luminosos que lo tocan todo con su afán de existencia.
Subo al volcán y se me ocurre que estoy viendo el mundo como mi amiga Luci. Ella tiene una aguda capacidad para leer a las personas y para ella soy un libro abierto. Donde yo veo una sincronía que puede cambiar el curso de mi historia personal, ella ve una casualidad anecdótica, nada lo suficientemente relevante como para apuntarlo en un diario; donde yo interpreto un encuentro divino con otro ser, un encuentro de alma a alma, ella lee un noviete de una noche y sanseacabó. Esto es motivo de muchas bromas entre nosotras: ella es pragmática, yo profunda. Las dos cosas tienen sus pros y sus contras, y ahora que estoy subiendo a un volcán que potencialmente podría fundirnos en llamas en un segundo, en una niebla cerrada que nos moja, que hace del silencio una experiencia casi sagrada, y que no experimento el misticismo que esperaría estar sintiendo, me preocupo. Aquí empiezan las sospechas. Cierro los ojos y trato de concentrarme: pájaro, háblame. Niebla, trae tu aliento. Volcán, ábrete para mí. Pero nada de esto sucede. Mi caminar es mundano y mi oído también.
¿A quien culpar? Por fin puedo señalar punitivamente con el dedo al (S)-1-[3-(dimetilamino)propil]-1-(4-fluorofenil)-1,3-dihidroisobenzofuran-5-carbonitrilo, también llamado Escitalopram, un inhibidor de la recaptación de la serotonina, uno de los medicamentos más comunes para tratar la depresión y los estados del espectro ansioso. En mi caso, comencé a medicarme cuando me hundí en un estado de pánico constante hace poco más de un año. Una pastillita y media todas las mañanas que se sienten como si fuera a la cocina a ponerme un flotador. Una medicación que no genera adicción, pero que con el tiempo se vuelve un lecho de rosas sobre el que pasar los días. Esa tranquilidad, ¡esa paz! Quienes vivimos en los límites gozamos de gran imaginación y exceso de sensaciones, pero también sufrimos mucho. Todo habla, nuestro cuerpo habla, nuestra mente habla, no se calla nunca, y no podemos hacer mucho más que ir tras ella, agotadas, persiguiéndola. La pastillita blanca hace que todos los lenguajes bajen su volumen. Por desgracia, también aquellos que nos gustaría conservar: padre niebla, madre volcán. Hermano pájaro. Háblenme.
Por una casualidad, o intuición, llevo conmigo a este viaje el libro Todas mis esquizofrenias, de Esmé Weijun Wang. Nuestra experiencia interna se parece y al mismo tiempo no tiene nada que ver. Tengo que reconocer que ella lo tuvo más crudo. Tardaron muchos años en diagnosticarle trastorno esquizoafectivo, el hijo improbable, dice ella, de la esquizofrenia y la bipolaridad. Esmé es una gran escritora (que se puede leer aquí, además) y, como cualquiera que tenga una vida creativa y, además, un trastorno psiquiátrico, es una persona que se hace muchas preguntas. Una de ellas tiene justamente que ver con esto: ¿vale la pena conservar una abrumadora psicosis a cambio de poder escribir, pintar, hacer música, esculpir, bailar? Yo me lo pregunto a menudo: ¿sería capaz de seguir viviendo si mi sensibilidad hacia lo que me rodea se viera abruptamente amputada por la medicación? ¿Sería lo suficientemente valiente y fuerte como para prescindir de ella a cambio de poder crear?
«Por tentadora que sea esta perspectiva, me preocupa que, al considerar la esquizofrenia como una puerta de entrada a la brillantez artística, estemos rodeando de glamour al trastorno de formas poco saludables y, en consecuencia, provoquemos que las personas que estén padeciéndolo no busquen ayuda. Si la creatividad es más importante que ser capaz de aferrarse al sentido de la realidad, podría tener argumentos válidos para mantenerse en la psicosis, pero el precio que se paga por ello es tan alto que probablemente ni yo ni mis seres queridos querríamos pagarlo.»
Todas mis esquizofrenias, Esmé Weijun Wang
Dentro de unos días empezaré a reducir la dosis de Escitalopram que religiosamente tomo cada mañana. Mi psiquiatra considera que he aprendido a gestionar el estrés, que he tomado decisiones difíciles pero inteligentes en lo que concierne a mi salud mental, que he cambiado algunos hábitos y que, en definitiva, he pasado la prueba de buena paciente psiquiátrica. Lo que viene después no lo sé todavía, pero mi forma de descubrirlo —como con casi todo lo demás— será ponerlo en palabras. Eso si estoy inspirada, pero si no lo estoy, como hoy, creo que también.
Esta pregunta llega tarde, pero quiero enunciarla igual: ¿Qué tiene que ver la escritura con la medicación? Pues todo, supongo.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos de autoconocimiento y escritura para hacer alma en esta página.