Empiezo este texto en La Antigua, Guatemala, en una casita encajada en el bosque. Suena un carpintero, un toc toc sincrónico que llega desde el claroscuro de los árboles. Es nuestro momento de descanso, nuestras «vacaciones de las vacaciones», durante las cuales hemos subido un volcán, manejado kayak en un lago ancestral, tomado dos masajes y bailado hasta perder la conciencia en una discoteca de pueblo. A ratos Car y Dani sacan sus cuadernos y escriben; yo no. Apenas unas notas crípticas en mi cuaderno de Notion bastan para darme cuenta de que la escritura me ha abandonado. Siento algo parecido a un descanso mezclado con una incipiente culpa. Yo debo cumplir es un mantra que me acompaña desde niña, un rasgo definitorio de las niñas promesa y que últimamente se ha convertido en un objeto de estudio por sí mismo. Nerviosa ante la idea de quedarme desinspirada para siempre, hago recuento mental de las posibles causas del bloqueo. ¿Estoy de vacaciones? Sí. ¿No tengo nada que decir? Sí. ¿Será la medicación? Sí. Fuck. Léase lo anterior con la tonada de El Único, de Catriel y Paco Amoroso, nuestra canción del viaje. Ellos se dan cuenta de que están cogiendo con la misma chica y yo de que por fin estoy sintiendo ese efecto secundario de los antidepresivos, el que más me asustaba cuando empecé a tomarlos y que ha tardado un año en aparecer: dejar de sentir.
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