El silencio es esencial. Necesitamos silencio tanto como necesitamos aire, tanto como las plantas necesitan luz. Si nuestras mentes están llenas de palabras y pensamientos, no hay espacio para nosotros. Si en nuestro interior no hay silencio, si nuestra mente, nuestro cuerpo, están llenos de ruido, no oiremos la llamada de la belleza
Thich Nhat Hahn
Regresamos de unas muy breves vacaciones en la costa pacífico, y una de las primeras cosas que encuentro por la mañana son estas líneas del monje zen Thich Nhat Hahn. El silencio ha sido siempre un oro difícil de encontrar para mí: en mi mundo exterior hoy vivo en una de las ciudades más ruidosas que haya conocido jamás, y en el interno durante muchos años he sentido la necesidad de acallar mi mente para poder disfrutar, al menos por unos instantes, del brillante vacío. Pero hoy, al cruzarme con estas palabras, he entendido el guiño, la sincronía: hace una o dos semanas, me hubiera pasado desapercibido el mensaje. Es porque escuché el silencio estos últimos días que mi sensibilidad puede percibir el significado profundo de estas palabras, y hacerlas suyas.
Tengo muchos recuerdos en torno a mi búsqueda obsesiva de silencio, pero recuerdo con cariño uno en concreto. Vivía en Barcelona, estaba a punto de marcharme después de casi tres años de considerar a esta ciudad mi hogar y por entonces tenía mucho caos en mi interior, muchas preguntas, mucha insatisfacción, muchos deseos, tenía veintitrés años, estaba iniciando algo que todavía era un anhelo, quería viajar y vaciarme de mí mientras lo hacía. Me sentía muy pesada, mi mente estaba siempre hablando. Todavía se habían puesto de moda el mindfulness, la meditación, etc, pero solía imaginarme que tenía un mando a distancia dentro de mi cabeza y que podía apretar el botón de «mute» y lograr que así todo se acallase. Era un gesto íntimo, psicomágico; a veces funcionaba, pero pronto dejó de hacerlo. Recorría la ciudad buscando un lugar sordo, pero nunca lo encontré. A partir de entonces encontrar cualquier silencio se volvió un horizonte.
Estos días estuvimos de vacaciones en la costa, en una zona inesperadamente preciosa donde el Pacífico se reúne con el río Coyuca. Los lirios acuáticos nadaban en islas río abajo con sus recién florecidas corolas violetas. No suelo usar la palabra vacaciones, me ha remitido siempre a la diferencia clásica entre viajar y hacer turismo, pero quiero reapropiarme de mi lenguaje y regresar con él a cuando era una niña y el silencio existía, era igualito al zumbido de las moscas y las avispas en casa de mis abuelxs y en la frescura sombría de la siesta. Entonces el silencio era sumamente aburrido, y algo de eso extraño ahora, que pasen las horas y desesperarme porque ya no sé qué hacer para espantarlo.
En la orilla del lago vuelvo a ser esa niña que contempla a su alrededor y que, incluso, puede aburrirse un poco. Ahora el aburrimiento me parece una rara avis, algo extinto desde hace mucho tiempo, y llevarme hasta la frontera donde nace me parece un viaje exótico como antes lo era visitar países lejanos. Chapoteo en el lago, entro y salgo muchas veces, juego, recorro en lancha el codo del río donde vamos lxs bañistas a refrescarnos del sol que nos abrasa la piel o me hamaco bajo la sombra de la enramada y con los ojos entrecerrados, sin fijarme en nada en concreto, siento la brisa recorriendo mi epidermis, un poco fresca si todavía estoy mojada.
En este silencio maravilloso no tengo nada que pensar. Puedo poner en pausa las decisiones pendientes, los giros en mi camino, y solo dejar que decante la mejor opción porque el deseo del corazón es siempre el que más pesa. Puedo también ensoñar con todo lo que la ciudad y su vida veloz no aceptan, entonces hablemos sobre exploradores, bajemos el río a pie o imaginemos sin mucho apego lo que nos gustaría ser en el futuro. Divertida recojo pájaros recién nacidos entre mis manos y llamo a E para que me tome una foto, como cuando tenía diez años y lograba algo chiquito e importante. Después le hago yo las fotos a mi amante, cuando no se da cuenta y un rayito de sol le dibuja sombras sobre el pecho.
Dice el monje en su libro que si no escuchamos el silencio, no oiremos la llamada de la belleza. Creo que es más que un llamado, lo que necesitamos oir es su lenguaje. Cuando callamos el tiempo suficiente, el viento, el sol, el río, las hojas de los árboles y los animales cantan, y aunque parece que ya no hablamos su idioma, no es cierto. Solo hay que poner nuestra «tanta humanidad» que llevamos a todas partes en suspenso por un rato. Y escuchar. Con paciencia un día el mensaje toma forma. Y entonces un olor nos cuenta la vieja historia de un verano y somos felices.
De regreso a casa un deseo que tengo hace rato cobró forma dentro de mí. Un espacio para compartir algo del conocimiento que he ido reuniendo sobre estos lenguajes maravillosos, y recuperar la conexión con lo que tienen para enseñarnos. Si la idea te llama, avísame y te cuento en unos días los detalles.
maravilla, deseando que me avises