El último domingo E me dijo que algo que le gustaba de estar conmigo era que le daban ganas de ser aún más humano. Me sonreí por dentro, porque él no sabía en ese momento que este ensayo, con este título, ya estaba empezado entre mis documentos, y que la pregunta sobre qué significa para mí «ser más humana» me sobreviene a diario en la calle y en la ducha, después de trabajar muchas horas en el espacio digital o cuando mis emociones me incomodan, y sobre todo me sobreviene la pregunta cuando cocino y el olor a tomillo inunda mi casa y tengo que cerrar los ojos por un instante para sentir que no existe nada más que ese momento en la vida.
La conversación después viró hacia aquello que nos importa. Unos días antes habíamos terminado de ver Nueve perfectos desconocidos, la serie donde un grupo de personas acuden a un retiro donde se les administra hongos enteógenos sin su consentimiento para ayudarles a sanar. En una de las escenas finales, la «terapeuta» Masha —una Nicole Kidman bastante reptiliana— finge un fuego para catalizar en los huéspedes emociones previas al estado de muerte. Eso les hace conectarse con sus verdaderos deseos. Uno de ellos quiere tener un hijo, otra quiere dejar de preocuparse por lo que lxs demás piensan de ella, una más se ha enamorado de su compañero y su anhelo es descubrir si pueden llegar a ser pareja. Pese a lo extremo de las técnicas de la excéntrica Masha, la pregunta es importante:
—Si estos fueran tus últimos momentos antes de saber si sobrevivirás a un fuego devastador, ¿qué revelación vendría a ti?
Una respuesta común es decirle a nuestros padres que los queremos más a menudo, o disfrutar de su presencia mientras podamos. Después de este primer insight aparecen otros más personales. Atrevernos a hacer eso que tanto nos asusta. Reconocer lo que rechazamos por orgullo, pero seguimos necesitando. Volver a casa. Asumir la responsabilidad de un don. ¿Cuál sería tu respuesta?
Cuando pienso en ser más humana hoy, me imagino dos cosas: la primera, aceptar el sufrimiento que la cultura occidental tanto nos ha enseñado a rechazar como parte de mi camino de evolución. Yo también he estado tratando de escapar de sentir emociones incómodas durante toda mi vida, y con el tiempo he ido comprendiendo que de eso no se puede huir, porque viaja con nosotras, dentro de nuestra piel.
La segunda es asumir mis propias limitaciones, aceptarlas y dar desde ahí los siguientes pasos, en lugar de seguir haciándolo desde la omnipotencia que la virtualidad nos ha permitido sentir de muchas maneras —porque puedo estar en todas partes al mismo tiempo, hablar con cientos de personas a la vez, consumir en masa, comprar con un solo clic cosas en Rusia o en Australia y tenerlas en mi casa en pocos días, etc—.
Aunque parezcan dos ideas lejanas, las concibo como parte de un mismo sentir. En tiempos en los que hemos asimilado la identidad con la marca personal y los cuerpos con máquinas, recuperar cierta humildad nos devuelve al lugar al que pertenecemos, el de ser humanxs y no súpermujeres ni súperhombres que pueden con todo y que corren detrás de un objetivo externo como detrás de una zanahoria imposible. Porque, ¿quién sujeta la zanahoria? Es una buena pregunta. La zanahoria del éxito, del dinero y de la máscara de felicidad plastificada que inconscientemente la mayoría de las personas en esta cultura perseguimos para evitar quedarnos en silencio con nosotrxs mismxs y enfrentarnos a la fealdad de lo que realmente sentimos.
Me viene ahora a la cabeza un sueño que tuve: llevo en la mano una sonrisa de plata que puedo poner sobre mi propia boca como se ponían los antifaces en los bailes de máscaras. Una sonrisa de plata está esculpida en metal, no puede ponerse chueca o triste o neutra o enseñar los dientes. No es real. Ser humana asume la ambigüedad de experimentar felicidad o plenitud incluso en las malas épocas, de sentir tristeza en un día de sol y poder disfrutarlo igualmente estando triste. «Contigo me dan ganas de ser más humano», dijo E mientras el cielo de la Ciudad de México se volvía amarillo y después rosa y después noche, «me dan ganas de sentir cosas que antes no quería sentir, de hacer cosas por las que tenía prejuicios, miedo».
No tengo interés en volverme dogmática acerca del sufrimiento, las religiones ya hacen esto muy bien y mi servicio es a la Vida, no a la muerte. Pero todavía menos pretendo volverme dogmática acerca de modelos de felicidad edulcorada que, si miras de cerca, recuerdan la dolorosa sonrisa del Joker. Necesitamos darnos la oportunidad de experimentar la variada gama de emociones que comporta ser humanos, y si logramos navegar sobre la terrible ola de la vulnerabilidad con cierta templanza, tal vez podamos descubrir que exactamente de eso se trataba el crecimiento interior, y no de acumular méritos espirituales desenraizados de nuestros cuerpos ni éxito material que en el fondo no puede traernos satisfacción verdadera que pueda durar.
He encontrado estas últimas semana que en el hecho de sentir tremendo dolor dentro de mí había también una posibilidad de comprender mi humanidad de forma más profunda. Y como buena alumna de la feminidad consciente que tanto me interpela en estos tiempos, elegí la forma más encarnada de aceptar lo que dolía: entregarme a ello aterrorizada por la incertidumbre de lo que podría pasar si no lograba llegar al otro lado. Al sumergirme en él, en ese dolor que comenzó siendo un pinchazo perenne en la boca del estómago, el dolor se fue transformando, ascendiendo hacia el pecho primero, volviéndose alas de roca después, y depurándose en las llamas de un fuego purificador para dar a luz a una semilla de hueso que después planté en la tierra devastada de mi cuerpo. Tal vez en otra ocasión pueda darle palabras al viaje imaginal y somático que supuso contactar con esa fuente de dolor antiguo, pesado, de ira contenida, de rabia vieja, rancia, pero todavía muy viva. Ni por un momento lamento haber vivido tal umbral. Gracias.
Al final, a eso creo que se refería E cuando me decía que tenía ganas de sentir no más fuerte ni más alto, sino más profundo, todo aquello que acostumbramos a tapar con nuestras evasiones favoritas: se refería a permitir que lo incómodo atraviese estos cuerpos fuertes pero mortales y nos enseñe en su camino a través qué cosas nos duelen, molestan o importan, para que podamos, con la conciencia liberada de enormes imágenes estereotípicas que nos exceden, elegir seguir nuestro propio camino, y el de nadie más.
Voy poco a poco confeccionando una lista de algunas cosas que hoy siento que me hacen más humana. Comparto algunas aquí:
—Estar en proceso de forma permanente y enunciarme desde ahí sin culpa
—Cultivarme en la empatía por lxs demás y sus corazones. Volver una y otra vez a este lugar
—Escribir sobre lo que me importa realmente hoy, aunque eso signifique dar la espalda a la idea de identidad como marca personal
—Permitirme ser repetitiva, graciosa sin gracia, altisonante, excesivamente alegre o circunspecta cuando toque
—Cambiar de ruta solo para pasar sobre el árbol gigante lleno de pájaros cuya conversación opaca hasta el sonido del tráfico
—Llamar más a mis amigas
Si quieres añadir alguna otra de tu propia cosecha, puedes hacerlo en los comentarios.
Gracias por leer,
marina
me encantó lo que decis de dejar de tapar las emociones "feas" y empezar a aceptarlas tal cual son. muy lindo artículo, me puso verdaderamente a reflexionar ♡
Leerte a ti me hace tanto más humana<3