Un lenguaje para nombrar el dolor
Sobre la salud, la enfermedad y las palabras que separan ambos reinos
Durante las semanas de la crisis, apenas pude escribir. Dejé de hacerlo por recomendación de mi amiga Josefina, que me conoce incluso mejor que yo misma, y que me dijo estas sabias palabras: «Amiga, cuidá que no te estés comiendo tu propio verso». Me sacó una carcajada enorme en un momento en el que me sentía poseída por el demonio y completamente incapaz de hacerme cargo de lo que estaba sintiendo. Aquella exhalación, la risa, abrió una pequeña brecha en mi drama personal. «Tienes razón, tía, me has pillado», dije yo. «¡Cómo me conoces, por dios!».
Decidí entonces ponerme límites a mí misma en relación a lo que después he llamado «hablar de mis achaques», que no es otra cosa que convertirme paulatinamente en la vieja del pueblo que anda todo el día lamentándose de sus dolores y tratando de buscarles sentidos inimaginables leyendo y preguntando sin parar. He comprobado muchas veces el poder que tienen las palabras, el relato que nos montamos sobre quiénes somos y cómo es el mundo, y con esta ventaja por delante decidí dar ese salto. Dejar de narrarme parecía tentador… A la vez que impensable para quienes tenemos mentes fértiles y parlanchinas que todo el tiempo andan contándose la historia del pasado, el presente, y sobre todo del futuro. Igual, quise probar. Y funcionó. Me sentí un poco más leve.
Durante aquellos días tampoco pude leer otra cosa que no fueran prospectos médicos y papers científicos sobre trastorno de ansiedad generalizada, microbiota intestinal, helicobacter pylori, depresión, neurotransmisores y eje intestino-cerebro, esa autopista de información que llevamos incorporada en nuestros cuerpos y cuya relación es clave para entender la salud mental. Recuerdo que hace años, después de haber bebido mucho alcohol o de haber comido ciertas cosas, me sumía en un estado de tristeza inexplicable. Todavía no se hablaba como hoy del nervio vago y de la función de la microbiota para dirigir y regular las emociones, pero mi cuerpo me lo señalaba con claridad.
Nunca, hasta que me vi en las urgencias del Hospital Psiquiátrico de Tlalpan, me había considerado a mí misma como una enferma mental, incluso con más de veinte años de experimentar e investigar la ansiedad en mi cuerpo. Pocos días antes había sido una persona completamente capaz de llevar su vida adelante, y de pronto, ahí estaba, viviendo algo parecido a una película, sentada junto a una mujer en pleno brote psicótico y varias caras grises, algunas tatuadas con lágrimas. Anoté entonces en mi palacio de la memoria —un ejercicio que a veces hago cuando no puedo escribir— la siguiente pregunta: «¿Qué implicaciones tiene percibirse a sí misma como una enferma mental?».
Todavía no tengo respuesta. Durante los primeros días, comunicar lo que me pasaba era tan difícil, tan incomprensible para quien desde afuera veía mi cuerpo perfectamente correcto, que, como escribe Leslie Jamison en El anzuelo del diablo, «no podía evitar pensar que comunicaría mi dolor de un modo más eficaz si expresara mi deseo de todo aquello que podría paliarlo». Decía —no: suplicaba— Valium, Diazepam, ansiolíticos, sedantes, pero lo único que conseguí fue un frasco de Valeriana y un antihistamínico que potencialmente podía amodorrarme en caso de crisis.
La salud de nuestros cuerpos y mentes exige un lenguaje y no poder proporcionárselo nos sume en una soledad aterradora. ¿Es mi trastorno de ansiedad generalizada al mismo tiempo una emergencia espiritual? ¿Qué es primero, la ansiedad o una depresión que subyace y no podemos ver? ¿Mi química está mal? ¿Significa que estoy rota, que soy defectuosa? ¿Por qué no puedo enfrentarme a cosas pequeñas que antes sí podía, que los demás ni siquiera imaginan que me cuestan tanto? ¿Tiene nombre esto que me pasa? ¿Es realmente un trastorno, o tengo «una infancia mal curada», muchos pequeños traumas acumulados que no he podido elaborar, en este cuerpo que he sentido cada vez más congelado?
Para mí el lenguaje llegó con el estómago. Cuando pude revincular mi estado mental y anímico con mis problemas digestivos permanentes, también pude por fin hablar con mi familia, sacar mi estado del tabú que yo misma, pero también lxs otrxs, estábamos sosteniendo vivo. Me resultó curioso darme cuenta de que si hubiera tenido una accidente, el chorro de mensajes hubiera sido enorme. En cambio, aunque mucha gente cercana sabía lo que estaba pasando, apenas recibí alguna llamada o mensaje. La mente es un tabú, la locura es un tabú. No hay lenguaje, ni siquiera el del afecto, para darle lugar en nuestras vidas comunes a este territorio salvaje en el que nadie quiere entrar. Con el estómago llegaron los protocolos, las ideas resolutivas, la posibilidad de buscar causas y tratamientos. Pero también llegó una calma nueva, derivada del hecho de saber por dónde empezar, y que ese dónde fuera un lugar real fuera de mi cabeza.
En otro de sus ensayos, Jamison habla de la enfermedad de Morgellons, una extraña dolencia que hace que quienes la padecen sientan que hay fibras o insectos saliendo de su piel. Ellxs experimentan síntomas como sarpullidos o comezón, pero todas las pruebas físicas dan siempre negativo. Unx puede autopercibirse enfermx por diferentes razones, y no todas están claras. Si tuviera que decir solo una que me parece importante y poco se habla de ella, sería esta: sentimos dolor dentro de nosotres, un dolor que, como los enfermxs de Morgellons, nos parece real a quienes lo experimentamos, aunque no tengamos palabras o pruebas físicas o la claridad suficiente sobre dónde habita o por qué sucede para así poder comunicárselo a los demás. Poco a poco ese dolor se va volviendo más trastorno de ansiedad o más depresión o más fibromialgia o más gastritis crónica o más síndrome de intestino irritado con el secreto deseo, quizá, de encontrar lenguaje para poder existir con pleno derecho. El dolor encuentra un cauce para expresarse. No podemos culparnos por ello.
Recuerda Jamison en el mismo ensayo esta frase de Susan Sontag: «Al nacer, a todos se nos otorga una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos». Dice que la mayoría de las personas vivimos en el primero hasta que nos vemos obligados a establecernos en el segundo. El tránsito a veces sucede de un día para otro, pero para algunas personas, entre las que me incluyo, el puente está siempre tendido. En este lugar intermedio, cuando todavía se vive con la esperanza de regresar al primero de los reinos de forma definitiva, todavía nos reconocemos como alguien que eventualmente podrá «hacer cosas normales y corrientes, alguien que aspira a todo lo que conlleva una vida normal y corriente». Pero acudo aquí de nuevo a las enseñanzas de mi maestra Kelsang Sangden: el camino que estamos recorriendo es hacia la enfermedad, el envejecimiento y la muerte. Todxs. Algunxs nos damos cuenta antes, comenzamos el recorrido muy jóvenes, y así estas preguntas y anhelos se vuelven parte fundamental de quienes decimos ser.
¡Hola! esta me pegó fuerte. He estado en ese espacio y mi mente se ha hecho las mismas preguntas y otras. Es una pelea constante por integrar el "no soy yo, es mi mente" y al mismo tiempo "esto hace la persona compasiva y amorosa que soy". Esto último siento que también eres. Gracias por escribir esta entrada tan genuina. Un abrazo muy grande.
Diana.