Empiezo a escribir este ensayo frente a otras ocho mujeres, en la sesión de escritura en vivo de los viernes. Ellas están al otro lado de la pantalla, yo a este, cada una mirando hacia delante pero viendo algo distinto en sus pantallas. Abro el espacio diciendo que si no sabemos sobre qué escribir, podemos empezar por ahí “no sé sobre qué escribir”, hasta que el nudo se destrabe. Casi siempre lo hace: las palabras empiezan a correr en todas direcciones, como en una estampida de pájaros, hasta que el caos se reordena y aparece la forma. En el cielo, esas uves inmensas de aves, en la página, van apareciendo ideas que a veces son fugaces y otras veces prosperan. Así comienza este ensayo. Es una exploración, un juego para averiguar a dónde nos lleva una escritura que no busca llegar a ninguna parte. Voy a seguir el flujo. Algo así.
Empiezo por el recuerdo de que durante la semana fui recopilando palabritas que después me puedan ayudar a detonar la escritura. Palabras como newsletter, la presentación, recuerdos de segunda mano, la formación que quiero empezar, la mano que descorre el velo. No anoté, aunque me han perseguido, apatía ni tristeza. Dudo un momento de si debo escribir esto. ¿Sobre qué se está volviendo esta autobiografía en construcción? Reculo y callo. Me aburro a mí misma escribiendo siempre sobre lo mismo: el cuerpo, el cuerpo, el lenguaje del cuerpo. Intento cambiar de dirección, pero tampoco me apetece ya escribir sobre lo otro, tan mental. Una voz dice en mi interior: no tengo ganas, quiero dormir, hacerme un huevito, un animal pequeño y protegido por la bolsa amniótica de su madre. Tengo derecho a desear volver al útero, ¿quién no lo tiene? A protegerme como si todo estuviera bien y en silencio. Burbujas nutricias agitándose alrededor de mi cuerpo, calientes como agua de lava ascendiendo hacia el oxígeno. Tener la piel transparente. Los ojos cerrados. El puño cerrado tenso desde antes de nacer.
No sé hacia dónde voy. ¿No era hacia el útero? Había una mano que descorre el velo, eso sí lo recuerdo, es una imagen que revisito desde hace meses para ver su evolución, una representación de algo que es inefable con palabras. ¿Dónde estoy ahora, respecto a mí, quiero decir, respecto de lo que puedo saber y lo que no? La mano detenida, a punto de descorrer el velo blanco. Detenida eternamente.
Mano, útero, una semántica familiar a la que nunca presto atención. Apellidos para mis dos ojos que se cierran ahora, que dicen siente esta tristeza a oscuras, mi niña, como si fueran abuelos lejanos. Los cierro y se mojan. Hay una puerta que quiero atravesar y no sé cómo. Uso las palabras para defenderme de lo que hay al otro lado, también las evado, me resisto, y empiezo a soñar con animales. ¿Qué me quieres decir, mente grande, madre alma, materia de noches y noches que no he podido salvar todavía? Dejo de escribir mis sueños y comienzo a perderlos, a soltar la cuerda, la conexión, así que me atormentan. Un mono se convierte en un lagarto y todo es de piedra, incluso sus escamas. Los hombres jóvenes.
Quería escribir cosas normales, cosas que se entiendan, cosas que resuman, cosas que expliquen. Pero me encuentro con el inmenso pantanal amniótico y me sumerjo primero con miedo, después constante en mis pasos. He dejado de aburrirme de repente en esta escritura que experimenta una dirección mientras se hace, que no tiene horizonte sino laberinto frente a sí. ¿Para qué serviría, en todo caso, intentar explicarlo todo? Para qué conocer tanto, para qué espantarme la tristeza con entretenimientos comunes, para qué volver atrás. No camino hacia delante sino en círculos que horadan la tierra y van cavando surcos profundos. Al caminarlos, desciendo. Apago el teléfono. Algo de mí pide silencio exterior. La carne cruda.
En cuanto me callo me doy cuenta de que no sé nada. Floto. Flor amniótica abriéndose desde el centro de la garganta, ocupando el espacio concreto entre estómago y clavícula. Se abre como la tripa de un animal recién cazado, vertiéndose caliente dentro de mí hasta cubrirlo todo de un líquido sin color. El cuerpo es la sombra de la psique, leo, y lo escribo obsesivamente en mi diario una y otra vez. El cuerpo es la sombra, el cuerpo es la sombra, el cuerpo ¿qué? El cuerpo, el cuerpo, el lenguaje del cuerpo, su misterio como unas alas de piedra egipcia colgadas de mi espalda. Podría revisar tanto que tengo que revisar y contestar tanto que quedó pendiente. Pero cómo oponerse al flujo que exige de mi humanidad un minuto de pausa. Nada de esto es lo que yo quería, sigo gimiendo, porque toda escritura inútil trae primero culpa y después liberación. Nado en el agua verde de la habitación cerrada, nado con peces que vuelan como estorninos vibrantes a mi alrededor, agitando este mundo en miniatura que se ha vuelto tan pesado. Se despierta una respiración muy chiquita, casi no la noto, casi sigo con los ojos cerrados mientras las palabras me abandonan. De nuevo no sé. Una y otra vez pierdo la dirección, pero sigo en calma, cansada, triste, dilo, triste, mi tristeza es el gran no sé que enuncio desde niña.
Dónde terminar un texto que nunca empezó, que se mordió la cola como un monstruo, que no buscaba nada, un texto inútil que en su efímero y costoso nacimiento sacudió mis luces interiores, pero nada más, un texto sin intención, una genuflexión sin ídolo adorado. Una última respiración hasta que la visión se agote y desaparezca.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes seguir aprendiendo sobre todas estas cosas en mi laboratorio del alma.