Yo
Recuerdo a menudo una frase que Chantal Maillard escribe en su libro La mujer de pie. En ella dice: «Me ejercité en la egolatría. Lo llamaba interés por el saber. Al final de mi vida, hago recuento de amaneceres». Recuerdo también que cuando leí por primera vez este texto me impresionó que una erudita como ella estuviera eligiendo narrarse a sí misma desde ese lugar. El interés por el saber no me parecía en modo alguno un ejercicio de egolatría, más bien al contrario, un deseo de profundizar en todo lo otro sabiendo que de camino quizás podría aprender algo más sobre mí misma. Para ser exacta y honesta, el conocimiento significaba, para mí, deseo. Deseo puro, de ese que quema y no busca un por qué ni un para qué para existir.
Por alguna razón esa frase ha seguido apareciéndose regularmente en mi memoria. Me despierta los mismos pensamientos acerca de la necesidad de saber más, de saberlo todo, y de la identidad que se fue fundando sobre ese deseo calcinante con el paso de los años. Siempre me enorgulleció verme a mí misma como la niña de diez años que pasaba los domingos leyendo la Enciclopedia Salvat de sus papás en el salón. Era algo más que curiosidad, era una avidez que he seguido sintiendo y que no solamente se alimentaba de libros, también de viajes, eventos, personas. Saber, como cualidad del ser. Saber, como fin último. Si me preguntas en qué quiero llegar a convertirme, siempre te responderé: en una mujer sabia.
Hay frases que destilan su significado muy poco a poco. Esta es una de mis favoritas. Voy entendiendo a Maillard por goteo. Obsesionada siempre con la postura del observador, herencia de las filosofías orientales que estuvo estudiando durante años en la India, no me extraña que se preguntara sin cesar qué es lo que realmente podemos llegar a conocer de la realidad que nos rodea. En su etimología, la palabra saber significa «percibir». Maillard se percibe a sí misma percibiendo. Maillard se percibe a sí misma. Maillard se percibe. Maillard. Egolatría. Yo. Vacío. ¿Puede existir saber sin que haya un yo que sepa que sabe?
Voces
Escribe Mary Oliver en uno de sus ensayos que hay escritura que crece rápido y otra que es como una semilla plantada en el invierno y que tarda en germinar. Este texto es así. Me va acompañando a través de los meses, porque sigo pensando en Maillard y ahora que me he propuesto disciplinar mi práctica espiritual y creativa a expensas de la intelectual, pienso en ella más que nunca. Sé que nada está separado. ¿No son las voces otras —Mary Oliver, Chantal Maillard— las que originan el movimiento telúrico del pensar, sentir, y terminar escribiendo? Y al mismo tiempo, lo más valioso de este momento en el que las palabras nacen no tiene que ver con todo lo que creo saber, sino con el viento que agita el árbol que hay frente a la ventana donde hace solo unos minutos estaba meditando. El viento me hizo abrir los ojos, una ráfaga de pronto veloz, sonora, atravesando la calle, sacudiendo los rastros de sol por el suelo y tocándome de luz.
Cuento uno, dos, y después tres. Estoy respirando este momento con mis pulmones. Cuatro, cinco. Inhalo un saber intrínseco al estar viva aquí y ahora, que no se puede emular de ninguna manera. Seis. Un ligero temblor en mi pierna me vuelve a enfocar en el momento presente. Siete, ocho. Sigo contando, pienso en sus voces. Llegar hasta diez significa estar habitada. Nueve. Lo voy a lograr. Diez. Ahora lo sé. Suelto el esfuerzo. Conocimiento de estar siendo dentro de mí.
Cuerpo
Ni Oliver, ni Maillard, ni yo tampoco, somos entidades que flotan en el mundo, sino cuerpos. El cuerpo de Chantal es el que asiste a un amanecer tras otro, no su mente. Es el cuerpo de Mary el que anota palabritas en una libreta de bolsillo, trasladando las sensaciones a otro lugar en el que éstas pueden sobrevivir y reposar. El conocimiento es carnal, visceral, hormonas que despiertan al salir el sol y que duermen cuando anochece. Los libros, en cambio, no están vivos. Podemos hablar con ellos, con las personas que los escribieron, en una arcaica forma de monólogo que inició con el rezo y ha continuado en los audios de whatsapp, pero necesitan del observador para ser habitados y encarnados. Por eso ahora me importa más la ventana abierta, de donde el conocimiento emana sin interferencia alguna, sol a pupila, color a cuerpo. Mi cuerpo.
Quiero saber de qué podría estar hecha una sabiduría de amaneceres y rastros de luz sobre los objetos de un departamento que algún día también va a desaparecer. Es una especie de necesidad improductiva en tanto que no crea nada más que nada, más que simple placer de estar asistiendo a ella, que no crea nada más que conciencia efímera que olvido y recupero con cada práctica.
Piedras
La niña que leía enciclopedias se hizo mayor y se dio cuenta de que el conocimiento también podía ser un atributo. Sabía que si no podía ser la guapa, por lo menos podía ser la lista, y que eso también te da una ventaja en el orden de las cosas. Fagocitaba conocimiento como una célula oxigenándose, sin importar de qué clase o para qué le podría servir. Esa sed. La académica de su interior ya estaba viva en la época en que leía sobre las pirámides en la enciclopedia ilustrada. Es la misma que se apoya en la bibliografía para decir qué siente. La que intelectualiza el dolor y busca en los libros un posible marco de referencia en el que poderse encuadrar. Definiciones, fórmulas, estrategias, planes, sintagmas. Una vida hecha de murallitas lógicas para asegurar su posición y mantenerse a salvo.
Me pregunto qué sucederá cuando la niña se desarme de toda su bibliografía, como quien se desnuda y descubre que debajo del disfraz no había un cuerpo avergonzado, sino carne brillante como una piedra preciosa. Una piedra antigua que todo lo sabe ya y que no tuvo que hacer nada salvo estar presente para conocerlo. Esta imagen es sobre todo un anhelo. Un cuerpo hecho de presencia que resplandece. Quizás así la niña se dé cuenta de que ya sabía mucho, más que suficiente, y que aún así nunca será todo lo que ella deseaba saber. Entonces parará a beber de otro río más calmo y esperará que pase la noche muy atenta para conocer con sus pupilas un nuevo amanecer.
Tu idea de la piedra interior me trajo la voz de Elena Garro en Los recuerdos del porvenir.
Qué lindo leerte.
Hermoso descubrir la crudeza en el brillo de esa piedra interior!