Continuidad de propósito
Sobre el encuentro que marcó mi carrera y la búsqueda de una casa conceptual
Acababa de regresar a Madrid después de hacer un Interrail con mis amigas por varios países de Europa. Era un agosto increíblemente caluroso, como lo son todos en la ciudad, y como todavía no había hordas de turistas como las hay hoy —el turismo de masas era algo incipiente— Madrid me parecía sumamente aburrida. Todo el mundo huía a las costas del Mediterráneo y el Atlántico buscando algo de frescura en el mar, mientras yo me dedicaba a recorrer la biblioteca pública de mi barrio adoptivo, donde había aire acondicionado y podía pasar horas buscando la próxima novela a devorar. Poco a poco pasé de las novelas a otras zonas: las ciencias sociales, la antropología y el arte. Cuando era pequeña, había querido ser arqueóloga y el rastro de aquella pasión permanecía. Pero el verdadero bendito día fue aquel que di con los estantes de psicología. No era la primera vez que entraba en contacto con las ciencias del comportamiento. En el último curso del colegio había tomado la asignatura de psicología como optativa en una clase de solo cinco alumnas. Cada nuevo tema yo lo incorporaba como síntoma a mi sistema, así que durante un tiempo me obsesioné con que tenía afasia de Broca, un trastorno que afecta al área frontal del cerebro y que bloquea la capacidad de sus afectadxs de producir palabras. La profesora siempre se mostraba escéptica y me explicaba con parsimonia las causas probables de mis trastornos imaginarios. «¿No será que estás llamando afasia a que hablas más rápido de lo que puedes pensar?», me dijo una vez. Touchée. Aquella fue la primera conciencia que tuve de la velocidad de mis palabras. De mi hipocondría también.
Ese verano conocí a Jung. Fue a través de un libro de tapas rojas de otro autor, del que no recuerdo el nombre, aunque he fantaseado muchas veces con volver a la biblioteca de Pacífico donde lo encontré para volverlo a leer. Salí de la biblioteca con este y probablemente otro par de libros, y subí las cuestas que conectan Pacífico con Atocha. Sé que era la media tarde, así que me imagino que busqué un pedazo de sombra en la plaza del Museo Reina Sofía, y allí empecé a leer. Unos minutos más tarde estaba llorando. No podía creer que alguien por fin hubiera puesto en palabras algo que yo sentía de forma tan concreta y real. El autor hablaba sobre la máscara, el yo, la sombra, los arquetipos, todas nociones básicas de la teoría de la identidad de Jung. Yo me consideraba una chica difícil en ese entonces. No sabía muy bien lo que sentía ni lo que pensaba, era indecisa e imprevisible al mismo tiempo, parecía fuerte pero me sentía débil, inteligente y sin embargo naïf para la mayoría de las cosas, tenía muchos complejos y estaba constantemente peleada conmigo misma y lxs demás. Jung abrió para mí la puerta al entendimiento. Me decía: esto tiene un nombre y no estás sola. Aquel día no tuve un flechazo, como con lxs autorxs que nos gustan durante alguna temporada. Lo que se abrió para mí fue la puerta a un hogar que desconocía, a una casa donde mi sensibilidad era entendida y tenía un valor.
Hace unos quince años de aquello, pero no lo he olvidado. No había escrito sobre este momento hasta ahora, que he tomado la decisión de aplicar para formarme como analista, un recorrido que, siendo optimista, puede durar unos diez años. Este es el compromiso formal, el anillo de oro, con un camino de vida, aunque no puedo negar que lo junguiano ha ido calando en mí desde aquel primer encuentro de formas diversas. En mis primeros talleres tímidamente invitaba a las alumnas a descubrirse más allá de su máscara y a comprender el «lado oscuro» de su personalidad (que muchos años más tarde entiendo de otra manera). De forma especialmente rotunda lo junguiano se integró en mi vida a partir del trabajo con las plantas: por más que intentara una práctica orientada hacia los síntomas físicos, algo en mí terminaba regresando una y otra vez a lo simbólico, a los lenguajes arquetípicos y a la relación de alma que cultivamos todo el tiempo, queramos o no, con el universo natural. Los sueños fueron uno de los últimos escalones, y empezar a interpretarlos acompañada, un viaje de ida que recién comienza.
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Me resulta curioso pensar por qué nunca en estos quince años me planteé seguir el camino que estoy eligiendo ahora. Por un lado, no soy psicóloga, y en este mundo, bastante a mi pesar, un título previo en ciencias de la salud es un requisito vinculante. He pensado mucho sobre qué significa «ser» algo o no serlo, sobre todo después de tener malas experiencias con profesionales de la salud mental. ¿Acaso un título es sinónimo de experiencia y nobleza ética? Sé que no. Y sin embargo no es algo en lo que no crea: para adentrarse en el interior de otras personas hay que tener los pies en la tierra y conocimientos sólidos sobre lo que puede suceder a continuación.
He leído a Jung hablar sobre la psicoterapia y sobre lo que habría de pasar con sus ideas cuando él ya no estuviera. Era un hombre que pensaba que la formación era importante, pero que recomendaba a sus alumnxs que aprendieran todo lo que pudieran y cuando estuvieran frente a frente con sus pacientes se ocuparan de olvidar la teoría para ver a las personas que hay detrás. También fue un hombre que instó a sus alumnas —hablo en femenino porque en las primeras generaciones de analistas hay una abundancia de mujeres, algo extraño para la época— a hacer sus propios aportes a la psicología que llevaba su nombre. Y lo hicieron. Él no podría haberlo hecho, de todas maneras: era un defensor del conocimiento a través de la experiencia y nunca podría conocer una psique femenina desde adentro. Pero estas ya son otras historias.
Hay un término que utilizan mis maestrxs en la práctica budista: la continuidad de propósito. A menudo se pone un ejemplo como este para explicarlo: te apetece una tostada y vas a la cocina para preparártela, pero en lo que llegas allí ya se te ha olvidado, así que decides poner alguna para el té, pero suena el teléfono y la tetera queda bajo el grifo abierto, rebalsándose. Inicias la pantalla del teléfono y en vez de ver el mensaje, que ya se te ha olvidado, entras a instagram, hasta que media hora después te das cuenta de que has dejado el grifo abierto y de que te había llegado un mensaje, y tal vez hasta recuerdes la tostada. La mente humana, al menos la que conocemos, la mente del siglo XX y XXI, está continuamente despistada. En medio de este caos, ¿cómo es posible que nos comprometamos con llevar algo a término? Vivimos confundidxs, saltando de tarea a tarea sin terminar nada.
La continuidad de propósito habla de comprometerse con una práctica hasta alcanzar los logros que devienen de ella. En el budismo se busca la Iluminación —o al menos, alcanzar algo de paz mental en el camino—, pero no necesitamos practicar el budismo para darnos cuenta de que nuestras vidas adolecen de la continuidad necesaria para llevar a cabo aquello que nos importa. Este es un camino intencional, hacia delante, pues podemos decirnos que a partir de ahora haremos más de eso que tratamos de alcanzar. Pero además es un camino retrospectivo en el que todo lo que fue sucediendo en el pasado también cuenta. La continuidad de propósito en realidad empezó ayer.
Hace algunas semanas recibí la noticia de que por mi falta de titulación en una ciencia de la salud, no podía acceder al programa para analistas en el que estaba interesada. Mi amiga Ine estaba en casa en ese momento, así que le hablé de mi frustración «titulítica». No estaba segura en ese momento de si poder llamarme analista era lo suficientemente importante para mí, o si podía seguir adentrándome en lo junguiano con una maestría que me diera la solidez y la comunidad que estaba buscando. Ella me ofreció su visión: creía que las mujeres necesitamos los títulos no solo por el conocimiento, sino por el respeto que otorgan. Me imaginé cubierta por una armadura hecha de toda la validación externa que he ido acumulando a base de papeles firmados por el rey y otras eminencias. Son muchos. Y entonces recordé que algunos de ellos me los otorgaron como estudiante no solo de literatura, sino, y sobre todo, como una estudiante entregada de lleno al problema de la identidad. Continuidad de propósito.
No había hecho consciente el problema de la validación externa hasta que tomé la decisión de seguir aplicando a otros programas. No hay tal cosa como un diagnóstico de titulitis, pero sin duda las mujeres solemos estudiar demasiado para blindar nuestra imagen como profesionales para el mundo. Y lo peor de todo es que por muchos títulos que conquistemos, el famoso síndrome de la impostora sigue atravesándonos. Aquel día Ine, y también Emma, me ayudaron a verlo: ¿por qué no te sirve todo lo que tú ya sabes? De pronto me vi como por primera vez. Tenían razón: ¿y todo lo que ya sé? ¿Y todo lo que ya viví? ¿Por qué no soy capaz de reconocerlo?
Toda la vida he buscado una casa conceptual en la que poder habitar, y en todas ellas terminé siendo sospechosa, una fugitiva. Todo me parece incompleto, y aunque sé que este es un problema de mi carácter —la autoexigencia y el perfeccionismo, pero también la obsesión por llenar los huecos— una y otra vez me reencuentro con el deseo insatisfecho de encontrar una casa total que me refugie. Admiro a las personas que encuentran esa casa y se comprometen con ella a pesar de sus propias dudas. Eso es lo que yo llamaría verdadera paz mental, volviendo al Buda. Por desgracia siempre me enorgulleció ser un poco proscrita y otro poco extranjera en todas partes. Como le pasó a Jung, hay un momento decisivo en todas las vidas en las que hay que separarse de lo seguro. En su caso era la relación con Freud, quien lo consideraba su sucesor en el mundo del psicoanálisis. Eso le trajo la expulsión del círculo donde vivía y colaboraba. En la mía, quizá, de Jung mismo, todavía no lo sé. Como pasó con todas las colaboradoras que trabajaron con él —Marie-Louise von Franz o mi admirada Marion Woodman, quien estudió en Zurich después de su muerte— , yo también tengo mis propias ideas al respecto.
Mientras preparo mi aplicación para formarme como analista, comiendo a estudiar en otros espacios junguianos. Mi primer día de clases, dibujo en un diagrama lo que es importante para mí para hacer mi trabajo: el inconsciente, los símbolos y los sueños de las teorías de Jung son esa casa que se abrió para mí a los 19, así que les doy el pico de arriba de mi triángulo equilátero dibujado con pilot negro. Pero el triángulo tiene dos esquinas más que forman la base. En una, añado lo que me más me conmueve y lo que moviliza toda mi energía interna: la justicia social. En la otra, lo que me ayudó a traducir muchos de mis síntomas e incomodidades a recuerdos y palabras: las “nuevas” teorías e ideas sobre el trauma. En el centro dibujo un círculo: es la representación del témenos, el espacio seguro de la práctica junguiana. Para mí ese espacio seguro es el arte.
Ninguna disciplina está completa para todo el mundo. Como Jung, yo también creo en el conocimiento encarnado, nacido directamente de la experiencia y masticado una y otra vez hasta hacerlo legible, vivible, para un otrx. Pero ni siquiera así le servirá a todo el mundo y debemos hacernos a la idea de que esa no es la finalidad porque ni somos salvadoras ni debemos ocupar toda nuestra vida en intentarlo. En lo que sí podemos ocuparnos es en ser pioneras a nuestra manera, en incorporar nuestras propias ideas a las teorías lejanas, en hacer tangible lo que solo era abstracto hasta ahora: crear una casa conceptual habitable, con cuartos y cocina y sala de estar y jardín, para reunirnos. Una casa tal vez un poco rara, con muchos colores y habitaciones secretas, pero casa al fin y al cabo.
¿Por qué escribo todo esto? Esta pregunta llega tarde, como siempre, cuando ya quiero terminar este ensayo para seguir cocinando el delicioso curry que empecé unas horas atrás. Como dice el eslogan new age, allí donde va nuestra atención, también va nuestra energía. La escritura es la forma en la que mi atención se va actualizando, la forma en la que mi práctica va tomando rumbo y depurando cosas viejas que ya dieron lo mejor de sí. No todo es para siempre y aprender a renunciar a algunos de esos conocimientos que los títulos dicen que tenemos es algo difícil. Son duelos personales que inician toda una cadena de emociones que ni por asomo esperábamos cuando estábamos en la otra orilla, anhelando pasar a este lado que ahora queremos abandonar. Cuando por fin estamos sobre el puente, decididas a cruzarlo por más inestable que sea, tenemos miedo. Entonces podemos recordar que el puente lo apuntala el trabajo interior y la honestidad radical con nuestros deseos, aunque éstos nos lleven lejos de donde esperábamos estar en esta etapa de nuestras vidas. Alguna vez creímos que perderíamos el temor cuando nos tituláramos de X o de B, pero no era cierto. Las dudas nunca desaparecen. Construimos todo un universo, nos sentimos orgullosas por solo un instante y a continuación comenzamos el proceso de derribo. Tal vez en esta espiral infinita algún día nos caiga el veinte de que la continuidad de propósito no era un qué, sino un cómo. Mi cómo favorito me lo dieron las plantas cuando me dijeron que haga lo que quiera, pero que lo haga con alegría.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos de autoconocimiento y escritura para hacer alma en esta página.
Es interesante y lo he meditado bastante. Un tema que me cuestiono al respecto es el tema de la responsabilidad y es algo que me atemoriza un poco. Cada día veo gente ofreciendo variedad de cursos, terapias, en fin y creo yo que más allá de los títulos (por qué también hay gente titulada que hace mal el trabajo, sin ética y responsabilidad), es precisamente el tema de la responsabilidad el que me atraviesa. La gente que pone su poder en manos de otros, los que buscan curas milagrosas y me parece tan frágil la psique humana y más aún cuando ya ha sido gatillada, fragmentada, rota… complejo…
Al conocimiento a través de la experiencia yo le llamo sabiduría. Una sabiduría que, a mi parecer, sólo nos la provee la experiencia, la integración de la teoría y la práctica que se consolida en cada encuentro o acompañamiento que podemos ofrecer. En esos momentos lo que surge es único. Es algo que no se enseña, es algo que se descubre.
Me encantó este ensayo ♡ gracias por compartirlo, ha sido un recordatorio para mi continuidad de propósito.