La casa de mi madre está llena de pinturas. La mayoría son suyas: durante años estuvo explorando el retrato, el expresionismo y el impresionismo en cuadros que recubren las paredes del salón, las escaleras y las habitaciones. También hay cuadros de mi tía Geli, en su mayoría paisajes de ríos asturianos, y uno mío. Lo hice cuando tenía unos once años. Representa una boca y un ojo en colores pastel sobre un fondo cálido y difuminado. Mi amiga Ro lleva pidiéndome que se lo regale desde que éramos niñas. Por entonces yo solía pintar mucho: copiaba láminas de animales o fotografías de casas antiguas que mis padres sacaban en nuestros viajes, plazas de pueblo, bodegones, a menudo al carboncillo pero también con ceras, rotuladores o acuarelas.
Mi último recuerdo en el que estoy pintando se ubica en la adolescencia: estaba obsesionada con copiar a la perfección la imagen de un hada para pegarla en la portada de mi agenda escolar. Nunca me quedó perfecta y dejé de dibujar por veinte años. El tiempo empezaba a escasear y me parecía sencillamente inútil seguir invirtiendo tantas horas en realizar una actividad sin resultado. Sin saberlo, empezaba a ser una chica productiva, educada para convertirse en alguien, acumular logros y triunfar. Dibujar, de ninguna manera, me daría de comer, así que más valía apartarlo al cajón de viejos hobbies.
Hace unos meses volví a pintar. Fue mi analista quien sugirió que volcase algunas de las imágenes que llevaba a las sesiones a través del dibujo. Lo primero que salió fue un bebé conectado por el ombligo umbilical a un pez rojo, amparado por un sol y una luna. En la parte de atrás de la hoja empecé a escribir palabras que me venían a la cabeza con un lápiz negro. Puede que fuera la primera vez que bajaba al papel la crónica de un aborto de juventud. El diálogo con la imagen iba despertando los hechos, pero también las emociones reprimidas, mucho más inaccesibles para la memoria. Después del bebé, llegó el sol negro, después las rosas, el caballo. Empecé a explorar el mandala como imagen del alma a partir de las clases de psicoterapia junguiana en la que teníamos como «tarea» explorar algunas de las técnicas expresivas propuestas por Jung y otrxs analistas de lo profundo.
El entusiasmo de la infancia se reavivó. De repente estaba comprando blocs de dibujo y sets de rotuladores, y algunos días al despertar me lanzaba al papel a dibujar la imagen de algún sueño. Aprovechaba los tiempos de escucha de las sesiones de zoom para perfeccionar una imagen, poniendo la atención no solo sobre el resultado, sino sobre todo sobre mi actitud al pintar. ¿Dejo que los colores se mezclen? ¿Qué significa tanto color en mis dibujos? ¿Y expandir las imágenes más allá del círculo del mandala? ¿Qué representan las imágenes planas? ¿Y cuando hay sombra? Nunca logré dibujar la imagen de un sueño tal y como la vivió mi yo onírico, pero al contrario de la decepción de mis 14 años, aquí la conciencia de mi fracaso abría nuevas asociaciones para sumarle a la interpretación del sueño.
Mi madre nunca se autodenominó pintora y yo, su hija, solo recientemente me he sentido cómoda con mi «ser escritora». No importa cuántas horas pases haciendo algo, ni siquiera cuán público sea tu trabajo creativo o si ganas dinero a través de él: la identidad artística es algo que a las mujeres, por lo general, se nos escapa. Síndrome de la impostora aparte, reflexionar sobre por qué creamos es uno de los temas que me hace despertar por las mañanas y también volver aquí, después de dos meses de intensa rutina, a reactivar la conversación. Porque lo confieso: siempre he sentido que el arte no sirve para nada. Es más bien, como diría mi querido Werner Herzog, una «conquista de lo inútil».
En Fitzcarraldo, una de sus películas más conocidas —aunque lo que más amo de su obra son sus documentales, diarios y entrevistas— un hombre se propone construir una ópera en plena selva. Pero esto no es lo único «inútil» en la película, sino también la obstinación del director de subir un barco de 320 toneladas montaña arriba, rechazando los efectos especiales, por el simple hecho de hacerlo. Esa hazaña me recuerda a lo que muchas de nosotras hacemos todos los días en nuestras vidas artísticas. ¿Realmente vale la pena pasar cuatro o cinco años escribiendo un libro que otrxs leerán en cuestión de una o dos horas, o quizá nunca? ¿Para qué sirven las pinturas que nadie ve, las esculturas en la arena, la toma fotográfica perfecta que queda para siempre sin revelar?
Dice Herzog en sus diarios: «No tengo que justificar lo que hago. El arte no tiene que tener un propósito práctico, ni una función específica. La belleza de lo absurdo y de lo imposible es suficiente.» Una frase como esta me basta para entender que por más inútil que me parezca el arte, lo necesito. Lo necesitamos todxs.
He tardado en volver a escribir aquí porque estaba inmersa en un nuevo proyecto de libro que me tiene entusiasmada. Trata sobre el burnout, los mitos y la creatividad, tres nociones con las que convivo diariamente y que han dado de una u otra manera sentido a mis días. De hecho, he vuelto a sentir el burnout que hace justo un año me sometió a la cama y los medicamentos, poniendo patas arriba todo lo que creía sobre tener una profesión y ser una mujer empoderada. Pero esta vez me cacho a tiempo. En cuanto empiezo a sentir la aceleración y la bruma mental, me detengo. Entonces pinto: líneas en espiral, líneas en triángulos, formas sin referente, caras, animales. Coloreo con mis rotuladores favoritos hasta que me canso y después elijo los que menos me gustan para ver cómo se siente incomodarme. Pongo música de mis veintes en mi teléfono y me dejo llevar. Por las noches sueño que pinto en óleo paisajes con nubes algodonosas y azuladas, así que sigo el impulso y pido por internet un caballete, una caja de óleos de 24 colores, un set de pinceles, papel de algodón, una paleta y lienzos. Siento satisfacción: ¿no es el logro del gesto inútil del arte justo esto? La satisfacción, ¿no la necesitamos de vez en cuando, como un vaso de agua en un día de verano?
Rastreando el arte improductivo, me topo con la película Nise: el corazón de la locura, donde se cuenta cómo la doctora Nise da Silveira1, psiquiatra brasileira durante los años 40, transformó para siempre la visión de los enfermos mentales en el Centro Psiquiátrico Nacional Pedro II de Río de Janeiro. Acusada de comunista, la doctora terminó encargándose del área más abandonada de un hospital de por sí abandonado, donde se trataba a los pacientes con electroshocks y se les practicaban lobotomías con un pica-hielos. En el ala que le adjudicaron, donde estaban los pacientes considerados «harapos», la doctora da Silveira armó un taller de arte y le ofreció a los afectados de esquizofrenia, paranoia, psicosis y otras enfermedades un lenguaje alternativo al de la gramática lógico-racional. El resultado fue increíble. Pacientes incurables pudieron abandonar el hospital tiempo después y algunas de las obras que produjeron se expusieron en Río de Janeiro e incluso en Zúrich, gracias a la correspondencia privada que Nise mantenía con Carl Gustav Jung. Hoy existe un Museo del Inconsciente, donde estas obras siguen expuestas.
La creatividad es un instinto, escribe Jung2, junto con el hambre, la sexualidad, la acción y la reflexión. El sistema productivo en el que todxs vivimos nos hace sentir que nuestro arte no vale la pena, que es inútil, solo porque no produce rédito económico inmediato. Pero ¿qué podemos decir de la vida del alma? La creación es en última instancia el lenguaje del alma y su forma final. No creamos para ganar, creamos para vivir. Conquistar esa inutilidad fructífera le da sentido a nuestras vidas.
En Determinantes psicológicos del comportamiento humano, 1937
Wow, super wow. Sin palabras... hablemos el lenguaje del alma 💕
Es la primera vez que te leo y me gusto mucho tu voz. Yo siento el arte como una conversación con algo superior, el universo, Dios, cada uno tiene su nombre. Pero no es algo exterior, es una conversación con uno mismo. La conciencia que dá vida a todas las cosas de la creación, vive dentro de cada uno y cuando ese diálogo se materializa se produce arte.