Quise ser una mujer empoderada y me lastimé
¿De quién son los sueños que aspiramos conquistar?
Debía ser quinto de primaria cuando en el colegio nos mandaron de deberes para casa pensar en un personaje histórico que pudiéramos tomar como referente para nuestras vidas. Debía ser una figura pública admirable por los logros que conquistó durante su vida: haber dirigido un país, haber librado alguna guerra, ser una entidad religiosa o con el carisma suficiente para movilizar a las masas hacia un objetivo loable. De camino a casa le conté a mi madre que no sabía a quien elegir. Mis grandes ídolos eran los personajes de las series de moda, Nada es para siempre y Compañeros, que iban al instituto y se enrollaban en secreto, que incluso perdían la virginidad, cosas que a la niña de 10 años que era por entonces le parecían sumamente seductoras: un sueño cercano pero todavía inaccesible. Mi madre, una profesora de religión muy poco convencional, me propuso que eligiera a Jesús. «Pero no por ser el hijo de Dios y todo eso que os enseñamos en clase», acotó, «sino porque fue el primer defensor histórico de las mujeres».
Llegué a clase al día siguiente defendiendo a Jesús y repetí las palabras de mi madre sin tener ni idea todavía de las razones por las que la mujer adúltera había sido sentenciada a apedreamiento por los escribas y fariseos. No sé por qué, con lo poco que recuerdo de mi infancia, no he olvidado este episodio. Sabemos que la memoria es en gran parte capricho, pero aquella enseñanza de mi madre me dejó una lección importante sobre saber discernir cuáles son los valores que representan aquellas personas a quienes admiramos.
Muchos años más tarde, en mis 20, mis aspiraciones empezaron a virar hacia el ideal de mujer independiente e intelectual que podía con todo. Como no conocía muchas mujeres así, me identificaba más con el hombre blanco aventurero que atravesaba selvas y territorios en conflicto, que tenía amantes y bebía un montón, que nada podía detenerle. Me imaginaba escribiendo libros como lo habían hecho Hemingway o Paul Bowles, con una rebeldía que —no me daba cuenta entonces— no tenía lugar para una mujer. Nunca escuché hablar de Jane Bowles, la esposa Paul, hasta muchos años más tarde, cuando encontré un librito suyo (Dos damas muy serias, creo que se llamaba) en algún mercado de segunda mano. En cualquier caso, no hubiera importado. Ella no representaba el ideal.
Hay quien quiere parecerse a su padre, o a su madre, o al tío que rompió con el estatus familiar haciendo lo que le dio la gana, pero más a menudo buscamos a nuestros referentes en la cultura. Ellxs representan nuestros sueños y esperanzas, nos muestran el espejo en el que nos queremos mirar, nos demuestran que aquello que deseamos sí puede lograrse porque alguien más lo hizo. En mis 20 el ideal eran la libertad y las pasiones peligrosas, y aunque en efecto recorría el mundo y escribía lo que veía, nunca pude dejar de ser una mujer en el intento, con todas sus consecuencias.
Un día los referentes que me habían dado un sentido de identidad tan estable, desaparecieron. No tengo idea de cuándo pasó. Para ocupar su lugar, tuve que buscar otros nuevos. ¿En quién quería convertirme a continuación? Tenía 30 y pocos años y, al igual que el resto del mundo, pasaba la mayor parte de mi tiempo encerrada, consumiendo redes sociales, fantaseando con ser «mi mejor versión». De repente nuestros medios de comunicación cotidianos se llenaron de instructivos y cursos para convertirme en el mismo estereotipo de mujer de negocios de los años 90, solo que maquillado con un poco de espiritualidad por aquí, otro poco de física cuántica por acá, vestidos largos y mucho sexiness por todas partes. Era tan seductor. De repente muchas mujeres huérfanas de referentes recibíamos el mensaje claro de que podíamos soñar con todo el éxito que quisiéramos imaginar. Mucho de este éxito se traducía en riqueza, claro, pero no solo. Confieso que para mí lo más atractivo era la confianza, esa visión de pantera poderosa que puede con todo, exactamente como los aventureros blancos de los 20 me hacían sentir: libre y enorme.
No había sido consciente hasta entonces de cómo un discurso cultural transforma la autopercepción de las personas que lo reciben y lo toman como propio. Escribir esto me hace pensar en los votantes latinos de Trump. Cuando ganó las elecciones en 2017, me quebré la cabeza intentando comprender cómo era posible que una de cada cinco personas latinas votaran a un hombre cuya campaña presidencial estuvo basada en arremeter contra lxs inmigrantes. Pero lo que quiero preguntarme, preguntarnos aquí, es cómo nuestras aspiraciones acaban obedeciendo sin darnos cuenta al discurso popular. ¿Son nuestros sueños verdaderamente nuestros, o podemos decir que nos contagiamos de ellos al estar expuestas a nuevos ideales a través de las redes? Llevaré mi pregunta a la primera persona: ¿de verdad alguna vez yo he querido ser rica?
Cuando escribo esto, lo primero que pienso es en las veces que alguien me ha preguntado qué deseo quiero pedir al genio de la lámpara y yo digo, entre risas, que un millón de dólares. Es una respuesta tipo, una herencia cultural, un atajo para que la conversación no vaya hacia territorios más íntimos donde mis deseos reales (el reflejo de mis verdaderas carencias) sea evidente para lxs extraños. Por debajo de esa respuesta corren muchas otras posibilidades: deseo no tener ansiedad, deseo una máquina para teletransportarme los domingos a comer cocido con mi madre, deseo que todas mis amigas se vengan a vivir donde viva yo, deseo tener una máquina del tiempo, deseo la fortaleza y la voluntad para convertirme en una escritora que yo misma pueda admirar, deseo, y mucho, no tener que pensar nunca más en el dinero.
En las prácticas narrativas decimos que hay unas historias dominantes y otras historias secundarias o preferidas. Las dominantes todas sabemos cuáles son porque la Rosalía, Beyoncé, Shakira y todas las muy mal llamadas referentes feministas de este siglo nos lo hacen saber con sus letras y sus acciones: hay que cultivar una buena cantidad de dinero y de soberbia para ser una mujer empoderada, una verdadera mujer de este siglo, una triunfadora. Hay que estar enamoradas de nosotras mismas, mandar a tomar por culo a todo el que no esté de acuerdo con nuestra opinión y quien se atreva a hacer algo que me moleste será motivo de escrache público hasta que me harte. Yo también me sé enterita la canción de Shakira y Bizarrap y me encanta escucharla mientras plancho, pero el abuso de poder no es de hombres a mujeres nada más: es de arriba hacia abajo. He visto influencers en las redes sociales insultar públicamente a sus empleadas cuando deciden cambiar de trabajo o a quien no está de acuerdo con sus opiniones. Eso no es feminismo, es es el mismo machismo neoliberal de siempre, solo que en vez de trajes de chaqueta ahora viste trajes vaporosos y desayuna jugo verde en las mañanas.
Las semanas que estuve fuera de las redes porque tenía ataques de pánico constantes, una creciente sospecha se comenzó a apoderar de mí: ¿estos son los referentes a los que quiero parecerme, en serio? Aquí voy otra vez con los votantes latinos: el discurso aspiracional de Trump tuvo el poder de hacerles olvidar quiénes eran y de dónde venían, y yo sentí algo parecido. Mi propio efecto Trump fue haber creído que el discurso elitista y wannabe de la mujer perfecta, exitosa, llena de riqueza, pero que trata a todo el mundo desde una superioridad moral, era algo deseable para mí. Que estaba dispuesta a aceptar el discurso de que alguien más sabe lo que yo necesito pasando por encima de mi propia sabiduría, y es más, que estaba dispuesta a pagar las mayores cantidades de dinero que he gastado en mi vida por ello. Que, en última instancia, estaba corriendo el riesgo de convertirme en una de esas mujeres que se ponen el disfraz de la arrogancia, dicen todas las mismas palabras mágicas en inglés para vender mucho y se endiosan detrás de las pantallas para que nadie las toque. Me enojé conmigo por haber fallado en mis referentes y entonces pensé en Jesús: el primer hombre que se atrevió a defender a las mujeres delante de los fariseos. Me acordé de la enseñanza que mi madre me dio y que yo entonces no pude entender: que la justicia social importa, que al fin del día, cuando las fantasían se hunden y las pantallas se apagan, quedamos las personas. Aquí es cuando las historias secundarias o preferidas asoman la patita para recordarnos que debajo de los discursos populares corren motivos de identidad duraderos y que tienen el poder de traernos una y otra vez a nuestro centro.
En 1982 Marion Woodman, la analista a la que algún día me gustaría realmente parecerme, escribió un libro llamado Adicción a la perfección en el que desarrolla la idea de que las mujeres nos hemos masculinizado (en términos junguianos, nuestro animus, nuestro principio masculino interior, se ha hecho con todo el espacio hasta dejar exhausta nuestra parte femenina) hasta el punto de habernos creído el cuento de que éxito significa logros externos, acumular riquezas y fans. Aunque Woodman sobre todo habla de pacientes con trastornos alimenticios, la realidad es que hoy día todxs en nuestras sociedades somos adictxs a la perfección. La consecuencia es la anorexia así como cualquier otro tipo de adicción evasiva: alcohol, trabajo, poder, y yo añado particularmente (y porque Marion murió antes de poder ver nuestro mundo actual) la adicción a las redes sociales y a la proyección que las personas que nos miran hacen de nosotras.
La mujer endiosada, al fin y al cabo, no se endiosa sola. Necesita de súbditos, como cualquier abeja reina. Necesita de arrogancia para mandar, porque si rebajase el lenguaje, podría perder su reino. Necesita estar por encima y mostrar su superioridad para convencernos de que no es humana sino diosa realmente y que nuestro sueño debe ser parecernos a ella tanto como podamos. En el arte de la persuasión digital, esto es muy fácil de conseguir: solo se necesita practicar la ostentación sin importar de qué tipo. Escuchando una canción de Residente pienso que esta estrategia en realidad se la inventaron los reguetoneros y que se merecen el crédito. En la «tiraera» a J Balvin le dice directito: «Es tan inseguro el pana / que tiene que estar anunciando por Instagram cuánta lana gana».
En la presentación de mi libro hace unas semanas viví una situación comparable. Estaba tan pero tan gozosa frente al público, contándole a todo el mundo mis chismes y aventuras, que de pronto empecé a inflarme como un globo. La gente aplaudía: querían saber más y más, se estaban riendo con mis chistes y yo disfrutaba de la atención como hacía mucho tiempo no me pasaba. Si la librería no hubiera querido cerrar, yo ahí seguiría, contando intimidades. Solo después, cuando la adrenalina bajó, me di cuenta de que había sido una bocazas y que al exponerme a mí con tanto gusto había violado una privacidad que comparto con otrxs. La atención es una clase de poder que genera adicción, y como con todas las adicciones, parar no es algo fácil.
En la psicología junguiana se habla del ego inflado como aquel que está tan sometido por los contenidos del inconsciente que pierde su capacidad de autocrítica. Haciendo breve algo mucho más complejo, el yo (el ego, nuestra consciencia con nombre propio) se identifica con el arquetipo de dios (el sí mismo, el Self junguiano) y en un error de cálculo cree haberse convertido en una divinidad. Por supuesto que esto no es posible, porque somos humanxs. Pero mientras la persona lo cree vive encerrada en su propio endiosamiento sin poder mirar hacia los lados y recordar, como los votantes latinos de Trump, de dónde vienen y qué cosas le importan: sus historias secundarias. Mientras dura esta especie de posesión arquetípica, la sensación es grandiosa. Es yo hablando ante veinte personas de mis amantes y mis viajes a pesar de mis acuerdos íntimos, sin que nadie me pueda callar. Pero como le pasó a Prometeo en el mito, cuando nos acercamos demasiado al sol nuestras alas de cera se derriten y lo que viene después es la caída. Toda inflación del ego trae un derrumbamiento tras de sí. No sabemos cuánto tardará en llegar, pero siempre lo hace. Después de aquellas dos horas de gloria, me estampé contra el suelo.
Yo quise ser una mujer empoderada como las que veía en las redes, pero me lastimé en el intento. Me lastimé queriendo la perfección y volviéndome adicta a ella, adicta a la imagen ideal en mi cabeza y sobresforzándome por llegar a conquistarla. Eso me llevó a enfermar y a dudar de mí como nunca había hecho. En mi versión del poder no había bolsos de lujo ni yates porque no es mi rollo, pero sí había atención y un deseo de sabiduría que —después he comprendido— solo la edad y la experiencia pueden otorgármelo. Quería sentirme poderosa y mi cuerpo me regaló a cambio una cura de humildad que me puso de cara en el piso. Visto así, podríamos decir que hay enfermedades que en realidad son caídas para los egos inflados que trataron de volar demasiado cerca del sol. Como globos de helio, en algún momento la fantasía explota y entonces tocamos la tierra. Debemos agradecer por ello, aunque duela.
Algo que valoro de mi forma de construir identidad es que no me importa dar marcha atrás mil veces cuando siento que voy por el camino equivocado. Este es uno de esos momentos en los que voy en sentido contrario del mundo. En lugar de admirar a las mujeres que proclaman el lado masculino del mundo y utilizar todo lo que he aprendido de ellas para enriquecerme, me paro en seco, recuerdo a mi madre y empiezo la cuenta desde cero. Si las personas que admiro van a marcar mis sueños, mis aspiraciones y mis próximos horizontes, tengo claro que deben ser mujeres para quienes el empoderamiento sea algo colectivo. Que no me vendan superioridad moral, sino verdadero acompañamiento. Algo de humildad en un mundo que cambia tan rápido que cualquier verdad absoluta caduca al ritmo de las stories de Instagram. Que revisen sus tarifas de acuerdo al mundo en el que vivimos, donde la salud y el desarrollo personal parece ser un bien tan preciado como las trufas o el oro. Sobre todo, que me permitan conocer la humanidad que vive en su interior, que no se trata de mostrar sus llantos en stories, sino de enraizarse en la certeza de la transformación cotidiana. Esas son las mujeres que quiero admirar a partir de ahora. Quizá no sean las más famosas ni el algoritmo me las muestre todo el tiempo, porque no necesitan estar todo el día convenciéndome de su valía, sino que se están dedicando a crear y aprender a ser mejores profesionales en silencio, donde nadie las ve, donde la proyección se detiene. Mujeres, en suma, con elegancia espiritual, como diría Mary Oliver.
Todavía no tengo claro qué significan para mí las palabras éxito o ambición. Supongo que será una nueva pregunta que hacerme, una que quiero responder a mi manera, que tal vez tardará en llegar y que una y otra vez me llevará a darme de bruces contra paredes comunes. Estoy segura de que fallaré en el intento, volveré a mirar espejos distorsionados, probaré una y otra vez fragmentos de identidad hasta que encuentre aquellos que me hagan sentir orgullosa de que formen parte de mí. Pero mientras tanto, seguiré apagando el teléfono antes de las 7pm para que los sueños de lxs demás no colapsen los míos con tanto dorado y diamantes.
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Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos y acompañamientos de autoconocimiento y escritura para hacer alma en esta página.
Gracias por escribir este texto. Me has hecho sentir como si fuesen mis propias palabras. Cuando caminé sola 1.101km del camino De Santiago me planteé muchísimas de estas preguntas y me di cuenta de que ahora “ser” y “perseguir sueños propios” es un acto difícil no por alcanzarlo en sí, sino por la neblina. Te mando un abrazo 🤗
Wow Marina, pelos de punta! Reescribo cada palabra, de hecho son temas que hablo en muchas ocasiones porque me ha tocado ~ como bien cuentas~ darme de bruces conmigo misma y con una cachetada de humildad dada por la vida (con el fin de volver a mi) después de haberme subido tanto que ni yo misma me reconocía y eso que no llegó ni a los zapatos de la vanidad de ese “alto valor” con el que se auto etiquetan hoy en día muchas “referentes” endiosadas, por sí mismas y por sus seguidoras. Me identifiqué mucho, se puede decir más alto,pero no se si más claro 🙌🏻