Estas últimas semanas he estado leyendo varios libros que hablan sobre violencia sexual, un poco por trabajo, pero confieso que también porque he tenido ganas de encontrar en los relatos de otras mujeres un espejo que me permita entender mejor todas las violencias que yo misma he vivido. Voy alimentando el suelo de un nuevo libro en que estoy trabajando, que todavía está en la fase en la que me pregunto si serán ensayos, memorias, si será incluso algo más que unas notas en mi ordenador. Reunir este material le da entidad a mi búsqueda, la vuelve compañera de otros libros en los que sus protagonistas han perdido primero el cuerpo y como consecuencia la palabra, y en el gesto restitutivo de la escritura logran restaurar ambas cosas, aunque nunca serán exactamente las mismas a quienes les fueron arrebatadas.
Yo solía elegir la violencia como diversión. No salía con los chicos a los que yo les gustaba genuinamente por quien soy, sino a los que desde lejos parecían venir hacia mí como un tsunami arrollador. He llegado a descubrir que no era una cuestión de preferencia, sino de castigo. Somos inocentes, naïves, las primeras veces, pero siempre llega un momento en el que elegimos el maltrato por otras razones. No sé cuáles sean las de las otras personas, pero enuncio algunas de las mías: falta de valoración y de autoestima, aburrimiento, una idea grandiosa de mí misma, falsa convicción de que tengo el control y que todo es un juego lleno de emoción en el que en realidad nadie puede lastimarme.
¿Qué lugar ocupan las víctimas que se disponen? A las que no violó un desconocido en un callejón oscuro por la noche, sino las que dejamos entrar al violador a nuestra casa, las que incluso dijimos “date prisa” cuando entendimos que la vía rápida para liberarnos del peso muerto de su cuerpo sobre el nuestro era someterse. ¿Cómo se tramita la culpa por una violencia que incluso nuestras amigas podrían pensar que nos tuvimos merecida.
Uno de esos libros es Tengo un nombre de Chanel Miller. Mientras leo las primeras páginas, mi cuerpo tiembla. Mi historia no es como la suya, una historia pública y llena de enemigos. La mía fue silenciosa. Pero me reconozco en algo que ella escribe. Es ese momento en el que te das cuenta de que por más vueltas que intentes darle al lenguaje, hay que cosas que son lo que son: abusos, agresiones, violaciones.
Es 8 de marzo y empiezo el día leyendo su relato. Dice la portada del libro que este fue «el caso de violación que cambió la ley en EEUU». La narración es en detalle. El que más me perturba no es saber el cuerpo hundido, abandonado en la calle, inconsciente, como cabría suponer. Es la idea de que todo el mundo sepa qué fue lo que sucedió, mientras tú no sabes nada. Ese misterio en el vacío, en el que una ha perdido irremediablemente algo de sí. Me atormenta la sensación física de ese ahogo, la vivo a través de Chanel pero en mi cuerpo, que también ha vivido el miedo y la frustración. Momentos vacíos, en los que no hay recuerdos, en los que no sé lo que pasó.
Me preparo para ir a la marcha con amigas. Cargo el libro conmigo, no puedo dejar de leer. Mientras busco una fonda que me dé un buen desayuno antes de salir a marchar en una abrasadora primavera, me sobreviene el llanto. Cuerpo que habla: tengo hambre, pero también tengo dolor. Lo detona un mensaje en un grupo de whatsapp de apoyo mutuo que habla sobre el genocidio palestino. Llevo mi pañuelo verde como un mínimo e insignificante gesto que simbolice mi apoyo al fin de la guerra. También para recordar a las mujeres argentinas que siguieron adelante una y otra vez hasta lograr que se aprobara una ley del aborto que por la psicosis maniaca de su nuevo presidente está a punto de serles arrebatado. No solo están perdiendo derechos, también las calles, que tanto han sido refugio para las luchas sociales más impresionantes de América Latina (y del mundo, me atrevería a decir).
Esto lo sabré al día siguiente, cuando busque información sobre las marchas en otros países y los resultados sean la mayoría de uno o dos años atrás. A los medios de comunicación ya no les parece noticioso que al menos 180mil mujeres y niñas (según datos del gobierno de la Ciudad de México) se reunieran y parasen la ciudad para exigir que se nos deje de matar y violar. Lloro mientras leo las pocas noticias que encuentro. Todas dicen lo mismo, nada nuevo. Como periodista me pregunto por qué nunca hay reportajes que narren cómo se vive una marcha por dentro, por qué una madre llora mientras sostiene una pancarta en la que aparece la cara de su hija asesinada, por qué no se les pregunta a las dolientes por su dolor y se hace por fin público.
De pronto entiendo que llegó ese momento que llevamos temiendo desde 2016: de cara al mundo, los feminismos pasaron de moda. Lo que me preocupa es que también pasen de moda los derechos que tanto nos ha costado alcanzar. Recordemos a Simone de Beauvoir cuando decía que «bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados». Derecho a tener sueldos dignos, a elegir con libertad y seguridad lo que hacemos o no hacemos con nuestros cuerpos, incluido cómo nos vestimos, por dónde andamos y con quién mantenemos relaciones. Derecho a un futuro luminoso, a tener vivienda, a recibir ayuda, a educarnos. Derecho a ser niñas mientras somos niñas. No estamos pidiendo tanto. Derecho, sobre todo, a vivir.
Marchamos desde la plaza Río de Janeiro con una colectiva pacífica, separatista y transincluyente llamada Hijas de la Tierra. Cuando rellené el formulario para unirme al grupo, me pareció interesante la última pregunta: «¿Estarías dispuesta a poner el cuerpo en caso de ser necesario?». Durante unos segundos traté de imaginar qué me estaban preguntando en realidad. ¿Si estaba dispuesta a ir al calabozo? ¿A pelear con la policía? ¿A correr en caso de peleas? Las imágenes son reales, en la Ciudad de México las marchas son violentas y con razón. El dolor tiñe las calles porque las mexicanas no solo piden derechos, sino que piden también que se les devuelvan los cuerpos de las mujeres asesinadas y desaparecidas, que se las deje de matar, a diferencia de otros territorios donde las reivindicaciones son más bien ideológicas. He ido a marchas en las que a mi paso veía explotar parabuses y escaparates, también he tenido que correr para evitar que el gas pimienta entrara en mi garganta. «Poner el cuerpo» aquí significa lo que dice. No es metafórico.
Mi respuesta fue: «No».
Por un instante sentí emerger una especie de culpa. Soy egoísta, dije, las compañeras seguro pondrían el cuerpo por mí. Pero después recordé cuántas veces me dispuse a la violencia por culpa, por complacencia, por castigo, y di un paso atrás: hoy por hoy, y en la medida en que me sea posible, proteger mi cuerpo, mi psique y mis emociones de las agresiones de otres, se ha vuelto una prioridad. También en las marchas feministas.
Vivo en un país donde en 2023 se asesinaron a más de 3000 mujeres, muchas de ellas niñas, y donde los índices de desaparición y violencia sexual son tan altos y silenciosos que cualquier estadística es solo aproximada. En El increíble verano de Liliana, Cristina Rivera Garza narra el femicidio de su hermana cuando la palabra «femicidio» todavía no existía. Hoy brincamos en la calle y cantamos «verga violadora a la licuadora» para expresar una rabia que se nutre sobre todo de miedo y tristeza, porque por desgracia algo que sí está de moda —siempre lo estuvo— es asesinar mujeres.
Este año recorremos Reforma con las jacarandas moradas retrasándose, como si también estuvieran cansadas de tanto luchar. Por un momento me evado y nos veo desde el aire. Somos cientos de miles de mujeres que simplemente hacen lo que pueden. En sus vidas, quiero decir, con sus presentes desgastados. Algunas se suben a las estatuas del paseo y cuelgan pañuelos verdes y morados en los cuerpos de bronce de los próceres, les ponen entra las manos carteles que dicen que volver a casa sana y salva es un privilegio, que recordamos a Laura, a Rosario, a Xóchitl, a las que ya no están. Una mujer de mi edad se sube a una de ellas mientras todas coreamos “Esa morra sí me representa” y “Fuimos todas”. Mis amigas y yo nos miramos, con los ojos llenos de lágrimas cuando la morra dice: “Esto es por todas ustedes, ojalá nunca les pase lo que me pasó a mí”. No me pregunto qué fue lo que le pasó. No necesito los detalles, de alguna manera lo sé: fue abrasada, tomada, expoliada, como un planeta tierra en miniatura. Todas hemos sido rotas de alguna manera, invadidas sin haber dado permiso. Así fue como muchas perdimos el cuerpo y la palabra.
Dice Chanel Miller que ella es una víctima, pero que no es «la víctima de Brock Turner», el hombre que la violó, porque ni su identidad ni nada de su historia le pertenece a ese hombre. Gracias a su caso, actualmente en California los delitos de agresión sexual no pueden prescribir, y el juez que estaba a cargo de su caso fue destituido, algo que no sucedía en California desde 1932.
Miller fue muy valiente. Decidió reunir el coraje, exponer su cara y su nombre al mundo para ayudar a que otras mujeres dejen de ser victimizadas en los mismos delitos de agresión sexual en los que a menudo pierden todo.
Cuando pienso en por qué marchamos, por qué a pesar de todo seguimos poniendo el cuerpo y la voz, poniéndonos en peligro, pienso en ellas, pero también en todas mis amigas: las que cuidan bebés solas, las que están cansadas de tanto trabajar y tener sueldos precarios, las que tienen ansiedad y no pueden salir de casa, las que están esforzándose como siempre lo hicieron para cumplir sus sueños, las que necesitan medicinas y necesitan dormir, las que también han sido abusadas.
Yo marcho por ellas y por la violencia irreparable que nunca olvidarán.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes seguir aprendiendo sobre todas estas cosas en mi laboratorio del alma.
Leo con los ojos llenos de lágrimas de rabia, de impotencia, pero también de esperanza y anhelando buenos futuros para todas mis compañeras, para mi hermana, para mi madre...para las "desconocidas"(pienso si esta es la palabra precisa para describir a nuestras compañeras de lucha) que sabemos, desafortunadamente, que en ellas también habitan los mismos temores, y las mismas experiencias de abuso.
Llevo once años lejos de mi México querido, pero lo siento más cercano que nunca, gracias a la lucha de todas, al grito, a la bendita protesta.
Muchas gracias por este texto.
Gracias, Mari💚💜