Es el mediodía de un viernes cuando cierro la compu, me desconecto del teléfono y me tumbo en la cama a leer. El día anterior he terminado el libro sobre el sida que Susan Sontag escribió como continuación a La enfermedad y sus metáforas, donde explora a fondo de qué manera el lenguaje de nuestras dolencias se alimenta (y es alimentado) por otros lenguajes menos neutros como lo son el militar o el político. Me pasa algo con Sontag que no habría podido pronosticar cuando hace cosa de dos meses pedí su obra completa por internet: me da exactamente igual si me habla de la epidemia del sida en Nueva York que del Zaire (hoy el Congo) que de los libros del romanticismo alemán, porque todo lo que salga de su cerebro me interesa. Al libro que estoy a punto de comenzar le tengo especiales ganas porque durante las últimas semanas la cuestión de la empatía y de cómo nos afecta el dolor de los demás me ha tocado muy de cerca. Estoy preocupada por la salud de mis amigas, por la devaluación de mi dinero en un país donde esto beneficia a todo el mundo menos a mí —nunca creí que por fin entendería a mis amigas venezolanas y argentinas— , por el entusiasmo laboral de Emma. Varias noches hemos terminado él y yo tirados en el sofá, agotadxs, quejándonos en voz baja del cansancio y la desgana, y echándole la culpa, como cada año en estas fechas, a mercurio retrógrado, a los eclipses y al cielo. Al menos reír ayuda.
Ante el dolor de los demás fue el último libro de Sontag. Se publicó en 2001 y ella murió en 2004, aunque no se esperaba morir porque ya había sobrevivido a un cáncer de mama de fase IV con metástasis 25 años antes de forma milagrosa. Esta vez no lo logró. La última visión que dejó a sus lectores fue la del mundo de los años 90. Entonces la velocidad era distinta y eso permitía que los acontecimientos se instalaran en el imaginario de forma más rotunda que ahora. Mientras leía sobre el sida yo pensaba en el covid, en la extrema semejanza entre las narraciones colectivas de ambas epidemias. En ninguna otra época se olvidaron las pestes con tanta premura como en esta. Hoy alguien dice covid y preferimos salir de la conversación, aburridxs por nuestros propios dramas. Tampoco las guerras. ¿Quién, de quienes nacimos en los 80 y 90 en Europa, puede olvidar las imágenes del sitio de Sarajevo y escuchar la palabra Balcanes sin pensar en las noticias de las 3?
Pero lo que me trae a escribir este ensayo es una frase al comienzo del libro que me conecta directamente con mi estado de ánimo. Sontag habla de la fotografía —uno de los grandes ejes de su trabajo fue la manera en la que interpretamos la realidad de acuerdo a cómo nos es presentada— y menciona de pasada la sobreabundancia de información en la que ya vivían cuando escribió aquellas líneas. Cada vez que leo en un libro de fines del siglo XX una alusión a la rapidez, la hiperestimulación y el cansancio, hay algo dento de mí que se enoja. Me acuerdo de aquella época: yo no llegaba aún a cumplir los 10, se inauguraba la época en la que la televisión por cable era algo común en muchas familias de la clase media española y de repente podíamos elegir entre una veintena, cuanto mucho, de canales de música, series, deportes y películas. Mi favorito era la MTV. Amaba ver los videoclips de las Spice Girls y de la Shakira de Servicio de lavandería en bucle. Para mi mente infantil, aquello no era hiperestimulación, sino entretenimiento las 24 horas del día. Estaba encantada.
Sin embargo, la referencia de Sontag se repite bastante en ensayos y artículos de aquella época. Son sutiles referencias a una sociedad del cansancio que estaba a punto de inaugurarse de forma definitiva. Cada vez que encuentro uno de esos comentarios, algo se rebela en mi interior: ¿quién se creía esta gente para decir que estaban cansados? ¡Yo me acuerdo y no estaban tan cansados! ¿Cómo se atreven a robarnos lo único que nos da identidad a nuestra generación? Me siento víctima de un plagio reversible, que viene desde el pasado. El cansancio nos pertenece. Y punto.
En los 90 podíamos elegir, con suerte, entre dos docenas de programas, entre seis o siete revistas para adolescentes y cuatro o cinco periódicos limpiamente divididos por alas políticas. Aunque yo era una niña y no estaba cansada, puedo encontrar una suerte de origen en todas aquellas decisiones cotidianas que traían libertad y una variedad nueva de opiniones a la escena pública, pero que también nos terminaron asfixiando. Primero a nuestros padres, quienes empezaban a tener síntomas extraños en tiempos en los que la salud mental era un tabú como, por suerte, hoy ya no lo es. Después nosotras, sus hijas perfectas, las grandes promesas, de las que a veces escribo.
Ojalá Sontag estuviera todavía estuviera entre nosotrxs, dando sentido con su inteligencia lúcida al individualismo extremo; el genocidio palestino actual; a la hiperproductividad desaforada y su consecuente crisis de salud; al fin de la cultura en tanto que la cultura, tal y como la hemos conocido, ya es considerada anacrónica, y «lo intelectual» hoy está tan cerca de lo pop que se confunde. Estoy segura de que nuestra Susan abogaría por introducir nuevas palabras al lenguaje para que las metáforas no lo arruinaran todo. En concreto, al menos una que nos sirviera para decir lo que viene después del cansancio. Ahora está de moda decir burnout porque inaugura una forma clínica de nombrar lo que antes eran síntomas que se solucionaban con un domingo en casa viendo tele. El burnout es el extremo del extremo del cansancio. El neologismo le otorga una nueva identidad a la vivencia. Lo necesitamos como forma provisional hacia una palabra en nuestro idioma, una que venga de nosotrxs, que hable desde la idiosincrasia latina. No queremos un cansancio de segunda mano, queremos un cansancio nuestro.
Emma y yo nos reímos en el sofá de nuestro hastío. Culpamos al cielo por costumbre, pero sabemos que es un engaño leve que utilizamos para no volvernos a clavar con los temas que realmente nos preocupan. Mercurio retrógrado no tiene la culpa de que de forma sistemática él nunca salga de trabajar a su hora, ni tampoco de que mi hermana del corazón esté pasando terribles dolores en el hospital. El cansancio no es solo cansancio cuando es psíquico, emocional, profundo. Nos damos la oportunidad de la queja hasta un punto en el cual uno de los dos siempre dice: «hablemos de lo bueno, anda», y nos recordamos el uno al otro lo que sí. Me he preguntado a menudo si este es un gesto de emborronamiento, que cancela nuestras emociones reales, pero creo que no. Más bien tratamos de completar la historia que solo con las quejas estaría incompleta. Entonces hablamos de Juanita, de nuestra casa, de nuestro próximo viaje a España, de los logros recientes, de recuerdos edificantes para nuestra relación. Incluso le cuento sobre esta escritura que crece y que me da tanta vida, de la carpeta de Notion donde los ensayos germinan durante toda la semana esperando que llegue ese viernes tarde en el que las tareas laborales hayan quedado terminadas o pospuestas hasta el lunes. De los pequeños gestos de resistencia cotidiana ante la velocidad del mundo.
Esta semana en Casa Índigo hemos tenido varias conversaciones interesantes acerca de todo esto. La primera, con Raquel Bada, editora de
, en la que comentábamos la manera en la que nuestros trabajos, que son por sí mismos creativos, por más que nos encanten también tienen el lado B de dejarnos sin fuerzas para esa otra creación improductiva y lenta que es escribir nuestros libros (pronto podréis escuchar esta charla en nuestro podcast). La otra, en el laboratorio, donde Celia nos señaló a las demás que en el día a día también hacemos pequeñas cosas por nuestra creación y que es eso lo que nos permite que nuestra fuente interior siga teniendo algo de caudal, aunque a menudo exiguo. En Índigo siempre decimos que ser escritora no es publicar muchos libros, sino poner la escritura en el centro de nuestras vidas y creo que eso es lo que particularmente a mí me salva del cansancio extremo y el hastío.Hay un gesto hiperproductivo del que me percato todo el tiempo: cuando leo, no solo leo para disfrutar y entretenerme, leo acopiando detalles e ideas del libro en cuestión en los márgenes y en mis cuadernos porque sé que algún día podría querer enseñárselo a mis alumnas. Es un gesto que disfruto y al mismo tiempo detesto: ¿alguna vez podré leer solo porque sí, como en la infancia, olvidando la página en el mismo momento en que la giro, y seguir adelante? Como investigadora de literaturas de vida, todo cuanto cae en mis manos es materia de indagación posible. Pero sé que mi cansancio se alimenta de esta actitud y debo ser cuidadosa. La fuente creativa de donde nace nuestra inspiración no se llena con la mente, al contrario, hace falta un cierto relajamiento para que la imaginación empiece a fluir, conectando puntos que la razón pasa por alto. Este viernes, mientras leo a Sontag en la cama, después de que ya cumplí con mi parte, de que ya creé para el mundo, ya dije, ya hablé, suelto la expectativa y es en esa calma mental que por fin me hundo en el goce creativo y empiezo a escribir este ensayo.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos de autoconocimiento y escritura para hacer alma en esta página.
Alimentar y cultivar esa energía yin, el anima del que nos habla Jung, ese estado de ensoñación que no se enlaza a la productividad ni a la necesidad de hacer algo, que simplemente es, se derrite en el sofá, como tú dices, simplemente a leer y disfrutar de la lectura. Cuánta falta que le hace ese aspecto a este mundo híper productivo… cuanta falta que nos hace no hacer nada.
Me ha encantado lo de que ser escritor no es escribir muchos libros sino poner la escritura en el centro. Hace años me hubiera identificado con ello, pero lo cierto es que ya no lo hago y aun así me sigo considerando escritora. Paradoja? Tal vez lo sea. Muy interesante también Sontag, no la conocía y parece una mujer de un intelecto exquisito. Qué pena que ya no esté en el mundo! M.