Hace unos cuantos sábados, Emmanuel y yo visitamos la muestra del WorldPress Photo de este año. Las imágenes sobre las paredes del Museo Franz Mayer mostraban algunas de las miserias que compartimos con el resto de la humanidad: guerras en curso (aunque brillaba por su ausencia el genocidio palestino), migraciones forzosas, familias separadas, uno que otro guiño al espacio y la inteligencia artificial, y por goleada, la destrucción de nuestro hogar, el planeta Tierra.
Poco después nuestra amiga Tulia vino a visitarnos. Era domingo por la mañana y las avenidas, que a esa hora ya suelen estar llenas de ruido y de humo, estaban aún tranquilas. Buscábamos un café abierto cuando ella comentó con lucidez algo que me dejó pensando durante días: decimos «cambio climático» como un eufemismo de algo mucho más violento y atroz y que nos resistimos a nombrar, como si fuera de mal gusto hacerlo. El verdadero nombre de la destrucción de nuestro hogar y sus «recursos» es Extractivismo Capitalista Patriarcal y es importante que reconozcamos que el cambio climático es solo una de sus últimas consecuencias. Y ya de paso, que las palabras que usamos para describir lo que nos toca vivir son importantes porque tienen la capacidad de eximir a los culpables de su responsabilidad en el problema.
Los pasillos del WorldPress Photo presentaban una muestra diminuta de las transformaciones híper veloces que están viviendo nuestros territorios. Me llamó mucho la atención que la Isla de Jean-Charles, frente a la costa sur de Louisiana (EEUU), desde 1955 haya perdido el 98% de su territorio provocando el desplazamiento de sus pobladorxs originarixs, la mayoría perteneciente a las comunidades indígenas francófonas Biloxi, Chitimacha y Choctaw. Ellxs son considerados los primeros refugiados climáticos de la superpotencia mundial1.
Sin embargo, la imagen que me quedó rondando la cabeza durante días fue la de una figura humana minúscula que camina dejando huellas sobre la arena amarilla, cubriendo un trecho de varios kilómetros de un lado al otro del verdor. Me recordaba tanto a los viajes por el desierto de Marruecos que antes de leer el pie de foto no pude reconocer que se trataba del Amazonas. La imagen me impactó, me generó dolor. Sentí un pinchazo en el pecho al recordar la sensación húmeda y palpitante que sobreviene al adentrarse en la selva, ahora ausente. Debido a las sequías, algunos de los brazos del río más largo y caudaloso del planeta, han quedado desérticos. Lo que una vez el pulmón del mundo ya no está allí. Ahora es otra cosa. Un desierto de 2 millones de kilómetros cuadrados, lo que corresponde al 20% de la selva del Brasil y cuya sequía afecta a más de 600 mil personas2.
Aquí es donde la importancia del lenguaje vuelve a hacer su aparición. Las sequías, una vez más, no son fenómenos fortuitos, sino que son el resultado del Extractivismo Capitalista Patriarcal que abusa de la quema de combustibles fósiles3 para llevar adelante el moribundo mito del crecimiento cueste lo que cueste. A ello se le han de sumar la deforestación para producir monocultivos y granjas que nos sigan alimentando, aunque no sepamos por cuánto tiempo. Es curioso que los seres humanxs y las instituciones que creamos para representarnos prefiramos el «pan para hoy y hambre para mañana» a todas las propuestas de moderación y prosperidad que también existen. Destruir el Amazonas (territorio por el que corre una quinta parte del agua que nos da de beber) trae como consecuencia la sequía, el cambio climático, las inundaciones, la transformación inequívoca de territorios que, antes de nuestro expolio, se autosustentaban en equilibrio. Ahora las lluvias violentas o que nunca llegan producen destrucción donde el flujo natural del agua y del sol antes solía nutrir y crear Vida. No culpemos al cielo: ahí no está la respuesta.
Acabo de volver de la Sierra Gorda de Querétaro, reserva de la biosfera que alimenta de oxígeno y agua a México. En el camino, atravesamos una ciudad inundada, un semidesierto y una gran parte de bosque. Los ríos y las cascadas estaban crecidos gracias a las lluvias de las últimas semanas, las primeras después de tres años de sequía donde las temperaturas llegaron a superar los 46 grados. Margarita, la anfitriona de nuestro viaje de turismo regenerativo4, nos contaba desde su casita ecológica que lo que ahora veíamos frente a nosotras, un curso de agua que de lado a lado tenía por lo menos 10 metros de longitud y varios sabinos históricos, unos meses atrás era un agujero seco donde las retroexcavadoras cavaban la tierra en busca de manantiales subterráneos para seguir surtiendo a la comunidad. En un paisaje verde sin distracciones llama la atención el destrozo de las máquinas: montañas de tierra rosada expoliada de su origen en busca de esa primera agua que brota. No hay belleza posible, son las ruinas después del desastre que dejamos.
Cuando llego a zonas de naturaleza virgen últimamente me da por ofrendar un rezo a la Tierra y al agua. Es algo sencillo, sin grandes ceremonias: un poco de tabaco si tengo, y si no tengo, unas semillas, unas hojas, ramitas o alguna piedra hermosa también me valen. Me conecto con el espíritu de la naturaleza frente a mí y de todo corazón agradezco su insistencia por seguir fluyendo y germinando allí donde se la necesita a pesar todos los esfuerzos humanos por doblegarla bajo su mando.
Entonces me imagino que mi cuerpo está hecho del mismo agua que veo correr frente a mí, hoy de forma abundante, pero ayer esquilmada, un hilito de agua breve naciendo de una roca viva. No puedo evitar comparar mi estado con el estado de todo lo que me rodea: desde que llueve yo también me he sentido mejor, renovada después de una larga sequía en el territorio de adentro. Agüita fresca, no te subestimo y me alegro de saber hacerlo. Meto mi cuerpo en tus corrientes heladas que bajan desde la cumbres a velocidad de vértigo, colándose por brechas y grietas, por entre las rocas erosionadas desde hace miles de años, modeladas por el mismo paso de tu existencia. Al entrar a la poza de aguas azules, un dolor incandescente dentro de mi cuerpo por fin descansa. Digo «gracias» y se expande este rezo por todos tus átomos.
El parque Tayrona es territorio sagrado para lxs kogui, una de las comunidades indígenas colombianas que menos contacto han tenido con la modernidad. La primera vez que vine, diez años atrás, Adriana y yo nos colamos en el parque cruzando el río con garrafas de agua a cuestas porque dentro del parque no había apenas nada. Éramos dos muchachas que empezaban a recorrer Latinoamérica y que buscaban la aventura. Esta vez llego con Daniela en una lancha a través de las grandes olas en mar abierto. Tengo otra visión del territorio: lo veo de afuera hacia dentro, primero la playa y el mar, después las rocas, la selva y la montaña. Desde lejos puedo sentir que el parque ha cambiado. Esta noche vamos a alojarnos en un hotel desde donde podrá verse el partido Colombia-Argentina y conectarnos a internet. Para ser honesta, también yo soy diferente a quien era diez años atrás. Ya no siento las ansias antiguas de recorrer cada palmo ni de saberlo todo. Habito algo de paz que no había conocido hasta ahora.
Pasamos un día y medio en el parque. Es apenas nada. Pero de este descanso rico y devocional emerge una nueva pregunta que me incomoda cada vez más: ¿y la Tierra cuándo descansa? Escucho a mi alrededor en el Tayrona, en la Sierra Gorda, en las megalópolis, y siento en el aire un lamento suave que nace de todo lo que existe. Estamos cansadxs, y me refiero a lxs humanxs, pero también a los otros seres visibles e invisibles que forman parte de la gran familia que en conjunto conformamos la Vida. Nos hemos pasado tres pueblos, como dirían en mi tierra, y no nos queda otra que reconocer nuestro error y echar reversa.
La mujer que vino al Tayrona hace diez años todavía no podía dar palabras concretas a las ideas de las que hablo hoy aquí, pero sus semillas ya estaban en mí. Recuerdo la fortaleza con la que subí montaña a través hasta el Pueblito solo para poder conocer de cerca el territorio sagrado donde lxs kogui hacen sus ceremonias cuando el parque descansa. Dos veces al año el Tayrona se cierra a los visitantes para que lxs guardianxs y pobladorxs ancestrales de esta tierra puedan ofrecer a la naturaleza ofrendas y silencio humano. Estas jornadas de sanación pueden durar entre 15 y 20 días, no lo suficiente, pero que el gesto perviva ya es algo. Es muy difícil para los seres humanos de nuestro tiempo, acostumbrados a satisfacer cada deseo material en cuanto aparece, elegir quedarnos con las ganas de algo solo para que el territorio descanse. Para algunxs esto parece un gesto psicomágico, el rastro de viejas creencias que ya no nos complacen. Pero para otras personas, entre las que me incluyo, respetar los ciclos de la Tierra y guardianar lo que llamamos «recursos» (que en realidad son pedazos del enorme cuerpo telúrico de la naturaleza) sí importa.
Sé que muchas personas hoy nos sentimos desconectadas de la fuente primordial, isladas de la naturaleza, y que tenemos el deseo manifiesto o inconsciente de volver a reconectar con el pulso de Vida que late a través suyo y también nuestro. Recuperar la conciencia de reciprocidad con el universo natural del que los seres humanos formamos parte es una forma de caminar en la belleza, o de empezar a hacerlo. Si nos duele el cuerpo, ¿no tiene sentido que miremos al cuerpo grande que nos sostiene y veamos si sus heridas se parecen a las nuestras? Solo cuidamos aquello que amamos, aquello con lo que establecemos relación. Suturar la herida de separación con la naturaleza nos permite sentir que volvemos a su regazo de la antigua madre y padre sagrados.
Un ritual íntimo de conexión puede cambiarlo todo y puede cambiarlo hoy: salgamos y hablemos con los pájaros, preparemos una infusión con plantas de cercanía, pongamos unas hojas de laurel bajo la almohada para soñar, démonos un baño con pétalos de rosa, coloquemos una ofrenda en el bosque o en el parque, miremos el cielo y sintamos su inmensidad sobre nuestro cuerpo único y diminuto. No necesitamos que nadie nos enseñe a hablarle a la gran familia de la que formamos parte, porque se trata de recordar más que de aprender algo nuevo. Sin embargo, si tienes ganas de contar con mi guía y de dejarte acompañar hacia estos lenguajes arquetípicos dormidos en tu corazón, puedes hacerlo a tu ritmo a través de Los lenguajes del verdor con un 40% de descuento. Para mí es un placer compartir estos conocimientos y prácticas con todas vosotras.
Gracias por tu sensibilidad, Marina, me ha encantado y me ha conmovido este texto. Yo también siento la herida de la Tierra, cada vez pulsando más fuerte. Creo que la mayoría de nosotros la sentimos, pero nos insensibilizamos para no seguir sosteniendo un dolor con el que no sabemos qué hacer. Nos han enseñado que no tenemos poder para actuar sobre lo que está pasando, así que levantamos defensas para que no nos afecte. Necesitamos despertar al dolor y también a nuestra propia capacidad, y a la capacidad y resiliencia de la Tierra. No sé si conoces "el trabajo que reconecta", de Joanna Macy. Es una dinámica que nos permite conectar con el duelo que sentimos por lo que está pasando con Gaia, nos ayuda a transitarlo y a abrir la mirada hacia todo por lo que podemos sentirnos agradecidos y empoderados. Es un despertar y un chute de energía para movilizarnos en la dirección correcta. Hace un tiempo escribimos sobre la dinámica, por si te interesa: https://permaprendices.substack.com/p/el-trabajo-que-reconecta Un abrazo y gracias otra vez por este texto tan necesario! M. 💜
Mari ♡ Las palabras que usamos es un tema muy presente estos últimos meses en mí, sobre todo desde que volví de Tierra del Fuego y empecé (seguí en realidad) a toparme con la misma narrativa repetida: lugar salvaje, hostil, alejado de todo, el confín del mundo. ¿Quién dice eso? ¿Desde qué perspectiva? ¿Hostil, lejano, confín, para quién? ¿Cuál es el punto de referencia? Lo mismo me pasa cuando escucho hablar de lugares vírgenes. ¿Existe acaso un lugar virgen? Porque si hablamos de naturaleza virgen, somos nosotros, humanos, a quienes nos referimos como que no estamos obrando ahí, separándonos, otra vez, de esa naturaleza. Me es imposible, además, hacer un paralelismo con toda la connotación y origen de la virginidad en las mujeres.
Me encanta leerte ♡