Mientras estuve en España, apenas escribí. En mi nueva actitud de tratar de esforzarme menos y de fluir más con la vida, el diario y los manuscritos quedaron apartados sobre una pila de nuevos libros, esperando el destello que me devolviera a sus páginas con verdadero deseo. Sí hubo algo de registro: el primer impacto de volver a la casa materna después de un año bastante intenso, la sensación que me dejó el nuevo poemario de mi amiga Carla Santángelo, Pedras i vent o alguna iluminación después de alguna sesión de análisis especialmente nutricia. Lo que no hubo brilló por su ausencia: esa escritura ourobórica a la que estoy acostumbrada, una escritura que se enrosca una y otra vez sobre sí misma buscando razones sin llegar a resolverse por completo. Confieso que algunas veces extrañé ese impulso de autoentendimiento, pero como suelo decir, también necesitamos descansar de lo que se ama.
La razón de la ausencia de escritura fue, sobre todo, que se me caían los ojos. El jetlag de los primeros días empezó a extenderse semana tras semana. Me parecía raro sentir esas ganas de pasar el día durmiendo doce o quince días después de aterrizar en Madrid, hasta que asumí que a lo que estaba llamando jetlag era en realidad cansancio viejo. Tenía que llegar al nido materno, el espacio primordial de la seguridad, para sentir la derrota del cuerpo y entregarme.
Hubo un día que recuerdo bien: estaba tumbada en el sofá del jardín mirando los árboles moverse con la brisa de la primavera, con un libro en la mano y la intención de empalmar su lectura con otro más, sin pensar en hacer otra cosa al menos hasta el día siguiente, cuando de repente me subió por el pecho una emoción abrumadora. Era un reconocimiento de que lo que necesitaba desde hacía tanto tiempo era precisamente esto: cobijo en el ser y en la nada. Un silencio aislado, contenido entre dos paréntesis, que pudiera durar lo suficiente como para soltar los músculos y dejarme llevar por la imaginación allí donde fuera necesario.
En esos días hubo muchas siestas. Si sientes una punzada de culpa en el estómago solo por imaginarte leyendo y ensoñando durante días enteros, comprenderás conmigo que descansar es una palabra que se dice fácil pero se realiza penosamente. Quienes aprendimos que el aburrimiento y la calma eran lugares inseguros —altas expectativas, perfeccionismo, dinámicas familiares, incluso por vivir en un paradigma que defiende que «el tiempo es oro» hasta las últimas consecuencias—, sabemos que es mucho más fácil hacer cualquier cosa que no hacer nada. Estar tirada en el sofá una tarde entera dejándonos llevar por nuestras ensoñaciones se siente como una traición. Estar en el sofá pero de verdad sin hacer nada, sin llenar el aparente tiempo de descanso con Instagram y otro sucedáneo. Solo estar. Ver los chopos. Pillar a los gatos in fraganti cruzar el patio. Fumar un cigarro y después otro tal vez. Dejar que la noche llegue y se asiente y despedirse de un día más.
En esas largas horas de nada, de a ratos me perdía en mi prolífica obsesión sobre la tensión permanente entre el trabajo y la vida creativa. Es una reflexión que poco a poco voy trayendo al espacio público y a las conversaciones con amigas. En este viaje a España, por ejemplo, descubrí que muchas de ellas también se sienten exhaustas por dentro: no son felices en sus trabajos o, si lo son, sienten que les toma mucho tiempo dedicarse a ellos, y que eso extermina cada vez más la posibilidad de tener vidas espontáneas, sociables o creativas. A esta sensación sistémica de que nuestra generación no da más —recordemos: nos hemos esforzado demasiado para cumplir con la expectativa que se tenía de nosotras, esas grandes promesas del estado de bienestar que se quebró con las crisis de 2008 y 2012 y que nos hizo probar en nuestros propios labios las mieles del fracaso— le he puesto el nombre tentativo de «alma cansada».
En las conversaciones con amigas, muchas de nosotras coincidíamos en algo: nos falta «vidilla», esa espontaneidad contraria al tiempo productivo en el que nos sumergimos de lunes a viernes. Una relación con el mundo en términos de asombro, incluso de aburrimiento fértil, que nos permita relajar esas partes de nosotras que están permanentemente tensa por las preocupaciones. Algo que me interesa mucho es la raíz social del problema del alma cansada. No somos unas pocas mujeres (y hombres, etc) sintiendo que sus vidas han sido expoliadas por kronos y que anhelan kairós (ese tiempo eterno del goce y el arte), sino toda una sociedad que, como bien escribía Byul Chul-Han, se autoexplota mientras cree que se está realizando.
En este último año he estado experimentando un cambio de prioridades. El final de los 20´s y comienzo de los 30´s los dediqué intensamente a crear una profesión. Como sabía que ésta sería creativa —me dedico a acompañar procesos de vida y escritura—, nunca me preocupaba demasiado en qué lugar quedaban mi «creación personal» y el disfrute por el disfrute. Pero de un tiempo a esta parte he empezado a sentir que necesito volver a dibujar la pirámide y reordenar mis piezas. Tal vez el trabajo, tal y como lo he estado viviendo estos últimos años —el motor inagotable que finalmente colapsó— tenga que bajar uno o dos peldaños si deseo que otras partes de mí florezcan. Mis hobbies, mi vida en comunidad, los viajes en pareja y con amigas, mis estudios, mi proyecto de escritura, incluso esa faceta recién descubierta de mí que duerme siestas y puede pasar horas tirada en el césped fantaseando historias o recordando quién fue.
Una anécdota que suelo contar tiene que ver con mis veranos de infancia. Yo era una leoncilla inquieta que no soportaba el aburrimiento, y mis padres, hábilmente, me iniciaron en la lectura para que les dejara dormir la siesta a gusto. Algo en mi vida de hoy se está constelando para volver a llegar a ese punto en el que el tiempo vacío y la angustia de no tener nada que hacer impulsan una nueva vida creativa secreta. Ya me estoy preguntando si por fin volveré a pintar, algo que amaba y que abandoné en la adolescencia. Sea lo que sea, espero que sea una forma de recuperar ese tiempo sin tiempo en el que caen los velos que nos separan del mundo de las formas, las luces, las ideas y los espíritus, y que nos sentimos invadidas por las energías creativas que no buscan nada. Que no buscan, ni mucho menos, convertirse en algo por lo que otra persona habrá de pagar, siquiera con un like.
Miro a mi alrededor con compasión porque sé que estamos luchando contra un enorme monstruo. Crear es un ejercicio de resistencia de esa alma cansada que necesita alimento. La vidilla no sucede entre tareas, la vidilla necesita apertura y relajación, ponerse los ojos limpios una mañana y no gastar ni un solo segundo de ese tiempo que se agota en pensar en el futuro. Lo dicen lxs sociólogxs y las estadísticas: esta es la etapa de la historia en la que menos sexo se practica, besos incluidos. Tiene lógica, en medio de la extenuación no se puede disfrutar. Perder un segundo, perder el tiempo, perder la cabeza, perder la noción de la realidad: todas caracterísiticas necesarias de ese tiempo de goce que tanto queremos recuperar.
Sabemos lo que nos enferma: no tener vida propia. Mi pregunta es: ¿cómo vamos a imponernos a la máquina, juntas y en solitario, para que nos devuelva lo que es nuestro?
Si te apetece contarme cómo lo ves tú, te leo el los comentarios.
Me llamo Marina y soy humana. Escribo sobre crear una Vida significativa y preciosa a través del contacto con los lenguajes simbólicos, las plantas, los sueños y sobre todo la escritura. Esto que estás leyendo es mi autobiografía interior en construcción. Soy autora de varios libros, el más reciente, Estudio de aves en vuelo. Puedes ver mis cursos de autoconocimiento y escritura para hacer alma aquí.
Ay, Marina. Sintonizo mucho con esa demonización del 'no hacer nada', de mirar las musarañas y dejarse pasar las horas. Me he acordado de un viaje a Marruecos y un hombre de edad indefinida sentado en una piedra a kms de todo. Y preguntarme, ¿pero qué hace ahí?. Hay una sabiduría ancestral en la contemplación que hoy nos inquieta y asusta, un algo negativo por improductivo ( en el sentido mas industril del término ) en nuestro concepto del aburrimiento. Pero en la contemplación del mundo y el paso del tiempo hay un poder de creación inmenso, y está ahí para quienes nos permitimos desenchufarnos de esta sociedad frenética y conectarnos con nuestro ser. Es tierra fértil, con un jardín de ideas y abono infinito para la creatividad. Yo me lo permito cada vez con más frecuencia,y el problema es que es adictivo 🤣😅. Gracias por esta bella reflexión🙏
Marina, qué abrazo leerte. Justo acabo de regresar de ir a reconectar con la familia, huyendo sin saber que huía de mi propio diálogo interior que sostengo en mi diario andar... y me identifico con estas realizaciones que cuentas.
Creo que el acto de resistir, cuando empezamos a teorizarlo y planearlo, empieza a volverse otra carga más, otra máscara más.
Yo me encuentro dejando que ese acto de resistir se moldee solo día a día, con pequeñas acciones, unas constantes, otras efímeras, pero que me recuerden a qué me resisto y qué quiero, sin volverse una nueva postura y un nuevo rol más, porque estamos exhaustas de roles y posturas.
Nos vemos en julio en el club de Andrea Muriel :D y espero pronto poder ser parte del Club Índigo, me hace una ilusión tremenda.