Cuando era niña, mi padre tenía una enorme colección de revistas National Geographic en su despacho, que leíamos religiosamente él y yo cada uno a su ritmo. Siempre compartí con él la pasión por los viajes y la historia, y mi primer sueño —antes que ser una reportera que viajaba por el mundo— fue ser arqueóloga. Me imaginaba no descubriendo tumbas —me daba miedo la oscuridad antes y todavía hoy—, sino descifrando jeroglíficos. Llevaría ropa de color beige con muchos bolsillos para guardar mis cepillitos y una pequeñísima libreta con tapas de cuero donde replicaría los dibujos que encontrase primero en las pirámides de Egipto, y luego mucho, mucho más allá: en las islas de los Mares del Sur, en las Galápagos, en las ruinas incas y aztecas del continente americano, en las selvas sudasiáticas e incluso, por qué no, podría viajar a los Polos en busca de algún extinto animal de proporciones increíbles escondido en una cueva llena de pinturas rupestres.
Con el paso de los años mi interés por la arqueología declinó; simplemente, no tenía la paciencia para rascar arena de una antiquísima pieza orfebre del miles de siglos. Lo que sí permaneció fue el deseo de descifrar lenguajes y, todavía más aún, de divulgarlos a un público más amplio. Más que los secretos de los muertos, me interesaban los de los vivos. Me hice periodista un poco porque mi padre lo deseaba, pero también porque la idea de hablar con gente, leer mucho, vivir aventuras y escribir me parecía increíblemente seductora. Todavía me lo parece, pero con una nostalgia irremplazable, porque el tipo de periodismo que deseaba hacer estaba ya moribundo cuando empecé mi formación en la universidad. Pertenecí a la última generación antes de que se implantara el Plan Bolonia1 en plena crisis económica, pero también a la generación que cambió las 5W (dónde, cuándo, cómo, quién y por qué) por los tuits de 140 caracteres. Fue una enorme pérdida. Un mundo lleno de sueños se hundió con la llegada de internet.
Por supuesto, eclosionaron otros. Muchos. Demasiados. Dicen que internet es el invento más transformador de la historia desde la imprenta. La revolución industrial, a su lado, parece solo el bocetaje de lo que vendría después. Ni siquiera soy capaz de enumerar los cambios trascendentales que internet trajo a nuestras vidas, pero quiero hablar de uno en concreto: ¿qué pasó con la escritura?
Hace unas semanas escribía sobre dejar las redes sociales tal y como las venía utilizando —de forma cotidiana y adictiva, exactamente como sus creadores las concibieron— y desde entonces he reflexionado sobre los porqués más profundamente. Salud mental aparte —quizá este fue el principal—, la otra razón, la más importante para el largo plazo, es que yo nunca tuve la intención de convertirme en una creadora de contenido —palabras que me generan absoluto cringe, por otra parte— sino, y desde que era una niña que arramblaba con la biblioteca del padre aventurero y curioso, que mi intención siempre fue convertirme en escritora.
Recientemente he tenido la oportunidad de hablar sobre esta plataforma, Substack, con otras personas que, con sus diferencias personales, también soñaban con escribir y crear, y para quienes internet supuso al mismo tiempo un enorme escaparate y un tremendo desafío. En 2010 —otra de mis nostalgias— escribíamos blogs. Algunxs ganábamos algo de dinero insertando links de empresas de contenidos en nuestros posts, lo cual parecía inocente en relación a lo que ahora es el mercado de la información, el posicionamiento online y todo eso. Nunca me hice rica con posts patrocinados, pero me parecía divertido que me pidieran insertar las palabras «conduciendo a través de la carretera austral» para patrocinar una empresa de renta de autos cuando era claramente una viajera fóbica a manejar cualquier tipo de vehículo salvando las bicicletas. Pero, en fin, cuando descubrí Substack, y más aún cuando dejé de publicar en Instagram, sentí que podía haber algo así como un blog revival para gente abrumada de la estridencia de TikTok e Instagram, y que podría encontrar aquí un lugar seguro donde poder escribir. El deseo de investigar, hablar con gente, divulgar sobre los temas que me importan y generar debate a través de ello es algo que me sigue interpelando de forma real y cotidiana, por eso me dedico a enseñar. Pero crear es otra cosa. Escribir es otra cosa. Una necesidad. Una salvación. A menudo he dicho algo que sigue siendo cierto: si no pudiera escribir creo que no me interesaría mucho la vida. Lo digo leve para no ponerme dramática.
Pienso mucho en esta frase de Marguerite Duras: «Escribir llenaba mi vida y la hechizaba». Tiendo a acaparar sentencias de este tipo y hacerlas mías mientras paseo por la ciudad en bicicleta, repitiéndolas como un mantra en mi interior. Como Duras, he tenido fases más o menos ingratas con esta pasión que sobrevive, pero nunca la he abandonado. La escritura llena mi vida y la hechiza, en presente. Por eso, en qué se puede convertir Substack me importa de una forma muy personal.
El periodismo que yo soñaba hacer en los 2000 no se parece en nada a lo que hoy llamamos «información». La imagen de aventurera fue colapsando gradualmente ante la realidad de la creativa precaria que pasa diecinuevemil horas a la semana frente a la pantalla de su computadora: su único acceso al mundo que tanto sueña recorrer. No seguí haciendo periodismo por razones obvias —me moría de hambre—, pero nunca dejé de escribir y durante varios años me mordí la lengua en Instagram porque el espacio era insuficiente y porque —peor aún— la lógica del like imperaba, y ni qué decir de los algoritmos. No se puede crear libremente en plataformas para las que la creación tiene un valor económico en data y no en sentimientos. Esto implica a Substack también.
Cuando me preguntan si Substack es tan bueno como dicen, si viene a ser la panacea de las redes sociales, dudo qué responder. La tendencia que veo es que están implementando herramientas internas que se parecen demasiado al lugar del cual muchas de nosotras huimos despavoridas, como las Notes o su —lo siento, lo odio— nueva aplicación de video en directo. Como consumidora, quiero una plataforma donde poder leer tranquila y tener un intercambio de ideas valioso, así sea silencioso. No quiero estar en la app a poder ser nunca, me encanta leer mis Substacks favoritos en mi bandeja de mail. Como escritora (y no creadora de contenido), la sola idea de tener que replicar la dinámica de Instagram también aquí (estar presente todo el tiempo, quedarme solo en lo superficial porque no tengo tiempo de profundizar, publicar porque toca hacerlo —no vayan a olvidarme—, likear como si fuera un borreguito —pobres borreguitos—, sentirme invadida con chats y gente hablando en directo…) me genera horror desde ya. Sin embargo, creo que Substack, por ahora, es suficientemente bueno y disfruto mucho de lo que me está pasando aquí.
Pese a todo, las preguntas siguen apareciendo un día y otro día, y las comparto porque no tengo ni idea de qué responderme: ¿es Substack un lugar donde puede florecer el arte y la política? ¿Donde podemos volver a practicar el pensamiento crítico? ¿Donde las escritoras podemos visibilizar nuestro trabajo? ¿Donde practicar una escritura colectiva y pública, que genera debates interesantes y transformadores más allá de las pantallas? ¿Donde convertirnos en autoras? Y la pregunta del millón: ¿es Substack el lugar donde lxs escritorxs podremos tener por fin un trabajo creativo remunerado, si es que eso es lo que queremos?
Creo que estas respuestas, por mucho que Substack quiera responderlas por nosotras, solo podremos contestarlas decidiendo quiénes queremos ser como consumidoras y como creadoras. La tendencia a la hiperproductividad y el hiperconsumo nos ha agotado hasta tal punto que estamos a punto de formar un club de fans del Escitalopram y las consultas de cualquier terapeuta están repletas. Sé que hay una manera de retirar los botones de validación del ego de nuestras publicaciones y, en cuanto tenga un rato, seguiré investigando sobre ello. Sé también que no pienso ni por un minuto poner «Escribir en Substack» en mi lista de tareas, porque solo me faltaba arruinar una vez más mis pasiones pisándolas con la bota plúmbea de la autoexigencia. Por ahora, aunque en el mercado anglo haya mucha gente viviendo de sus Substack, no confío lo suficiente en la disposición de pago de las audiencias hispanohablantes como para presionar a mi escritura volviéndola un producto más. Además no quiero hacerlo, estoy harta de que todo sea comprable y vendible. Y esto no es ningún regalo que hago al mundo ni quiero que nadie me lo haga a mí. Si escribo aquí es porque me genera goce hacerlo. Me genera goce leer y ser leída. Crear. Poner en tierra las ideas que me recorren el cuerpo. La escritura llena mi vida y la hechiza. Esto es suficiente por ahora.
Así se ajustaron las universidades españolas a los planes de estudio europeos.
Podría ser tranquilamente un ensayo del libro Cómo no hacer nada de Jenny Oddell! Creo que la clave está ahí, en usarlo para lo que lo necesitemos sin endiosarlo, y buscar siempre la manera de despegarnos y volver cuando queramos, mientras creamos otros espacios de resistencia.
El comentario de Verónica y este post me ha animado a acabar un artículo (iniciado hace un tiempo) sobre el destino de Substack, donde se recoge algo de lo que dices (he hecho un restack de una parte de tu texto, pero podría haber restackeado todo el texto, de bueno que es):
https://carreras.substack.com/p/es-el-destino-de-substack-el-de-convertirse